Levantarse con la aurora. A buen
paso, o aprovechando algún medio de locomoción rápido, ir al trabajo. Es decir,
recluirse en un local más o menos espacioso, más o menos privado de aire.
Sentado delante de una máquina, teclear sin descanso para transcribir cartas de
las que no se compilaría ni la mitad si fueran escritas a mano. O fabricar,
accionando algún instrumento mecánico, objetos siempre iguales. O no alejarse
nunca de un motor para vigilar su funcionamiento. O, en fin, mecánica y
automáticamente, recto frente a un telar, repetir continuamente los mismos
gestos, los mismos movimientos. Y esto por horas y horas, sin variar, sin
distraerse, sin cambiar de atmósfera ¡Todos los días! ¿Es esto lo que
ustedes llaman «vivir»?
¡Producir! ¡Producir más!
¡Producir siempre! Como ayer, como antes de ayer. Como mañana, si no nos
sorprende la enfermedad o la muerte. Producir cosas que parecen inútiles, pero
de las que no es lícito discutir la superficialidad. Objetos complicados de los
que no se tiene sino una parte en la mano, y quizá una parte ínfima. Objetos de
los cuales se ignora el conjunto de las fases que atraviesa su fabricación.
Producir sin conocer el destino del propio producto. Sin poder negarse a
producir para quien no nos agrada, sin poder dar prueba de la más pequeña
iniciativa individual. Producir, ahora, rápido. Ser un instrumento de
producción que se estimula, se aguijonea, se sobrecarga, que se extenúa hasta
el completo agotamiento ¿Eso es lo que ustedes llaman «vivir»?
Partir de mañana a la caza de una
jugosa clientela. Perseguir, engatusar al «buen cliente». Saltar al auto, del
auto al colectivo, del colectivo al tren. Rendir cincuenta visitas por jornada.
Desangrarse para sobrevaluar la propia mercancía y devaluar la ajena. Volver
tarde, sobreexcitado, harto, inquieto, hacer infelices a los que nos rodean,
estar privado de toda vida interior, de todo arranque hacia una mejor
humanidad. ¿Y es eso lo que ustedes llaman «vivir»?
Secarse entre las cuatro paredes
de una celda. Sentir lo desconocido de un futuro que nos separa de los
nuestros, los que sentimos nuestros al menos, por afecto o por haber compartido
riesgos juntos. Tener, si se está condenado, la sensación de que nuestra propia
vida huye, que no hay nada más que podamos hacer para determinarla. Y esto por
meses, años enteros. No poder luchar más. No ser más que un número, un juguete,
un harapo, una cosa matriculada, vigilada, espiada, explotada. Todo en medida
mucho mayor a la pena fijada en relación al delito. ¿Y es eso lo que
ustedes llaman «vivir»?
Vestir un uniforme. Por uno, dos,
tres años, repetir incesantemente el acto de matar hombres. En la exuberancia
de la juventud, en plena explosión de virilidad, recluirse en inmensos
edificios donde se entra y se sale a horas fijas. Consumir, pasear,
despertarse, dormir, hacer todo y nada a horas establecidas. Y todo eso para
aprender a manejar instrumentos capaces de quitar la vida a individuos
desconocidos. Para prepararse a caer muerto un día por un proyectil que viene
de lejos, disparado por alguien también desconocido. Entrenarse para morir, o
producir la muerte. Ser instrumento, autómata en las manos de privilegiados,
poderosos, monopolistas, acaparadores porque no se es privilegiado, ni poderoso
ni dueño de hombres. ¿Es eso lo que ustedes llaman «vivir»?
No poder aprender, ni amar, ni
estar en soledad, ni derrochar el tiempo a gusto propio. Tener que estar
encerrado cuando el sol brilla y las flores emborrachan el aire con sus
efluvios. No poder ir hacia el trópico cuando la nieve golpea las ventanas, o
hacia el norte cuando el calor se hace tórrido y la hierba se reseca en los
campos. Encontrar delante de sí, siempre y donde sea, leyes, fronteras,
morales, convenciones, reglas, jueces, oficinas, cárceles, hombres en uniforme
que mantienen y protegen un orden de cosas mortificante.
¿Y es eso lo que ustedes
llaman «vivir»? ¿Ustedes, enamorados de la «vida intensa», aduladores del
«progreso», todos ustedes, los que empujan las ruedas del carro de la
«civilización»? Yo llamo a eso vegetar. LO LLAMO MORIR.
Por Émile Armand