A él lo conocíamos de esa época,
de cuando escuchábamos a Kreator. Era más bien pavo, huevoncito. Pendejo. En la
universidad cambió. Eso pasa cuando algunos se van del pueblo. Se convierten en
otras personas. Yo creo que él no era demasiado inteligente. Por eso le pasó lo
que le pasó. Yo no sé mucho. Me sé la parte de acá. A veces se juntaba con
nosotros. Ibamos a esa botillería que quedaba cerca del cerro y comprábamos una
garrafa y nos pasábamos la noche en la línea del tren. Una vez una locomotora
que venía con las luces apagadas casi nos mata. Llevaba fierros para esas
fundiciones que hay cerca de San Felipe. Fue una sombra que nos curó la resaca
y nos llenó de espanto. Fue una ballena negra atravesando el pueblo de noche
como una pesadilla concreta. Otra vez nos llevaron presos unos pacos de civil.
Sonamos. Nos pasamos la noche en el calabozo. El era chico. Tenía a lo más
quince. Siempre andaba con una polera de Iron Maiden. Hablaba de los cuentos de
Lovecraft. Yo le dije que conocía a un tipo que tenía el Necronomicon
fotocopiado. Se lo había vendido un librero de Valparaíso. Estaba en inglés.
Nadie leía inglés. Lo leímos igual. Fingimos que lo leíamos, pero nadie lo
entendía. Las bandas del pueblo escribían sus canciones satánicas con un
diccionario de inglés-español en la mano. Nadie se preocupaba de la gramática.
Aún nadie conocía el Matando Güeros. Las letras, eso sí, siempre eran
escabrosas: fetos salidos del averno que emergían del vientre de muertos vivos,
lobos gigantes que despedazaban gente en ciudades donde habían caído pedazos de
la luna, que ahora estaba partida por la mitad; asesinos seriales que se
dejaban violar por el Anticristo. Cosas así. Imagínatelas cantadas en un inglés
chapurreado, sonando pésimo porque los parlantes y los músicos y sus
instrumentos también eran pésimos. Imagínatelos leyendo ese Necronomicon e
intentando entender cosas de ahí y luego largándose al Brutal Party mientras
todos sacudían la cabeza con esas letras y escuchaban covers de Venom. Porque
creíamos en ese Necronomicon fotocopiado. Creíamos al punto que una vez hicimos
un ritual satánico. El estaba entre los asistentes. Conseguimos una cabeza de
chancho, subimos a un cerro y la quemamos. Invocamos a una divinidad
lovecraftiana y escuchamos ese disco de Destruction que remeda una de las
imágenes de Fantasía de Disney. No pasó nada. No vino nadie. Nos quedamos en el
cerro esperando. Para terminar la noche, nos bajamos una garrafa. El estaba
ahí. Yo creo que se tomaba en serio el ritual. Yo creo que a los quince años se
creía satánico. Se tatuó en el brazo un mono que aparecía en la carátula de un
disco de Sepultura. Fue donde ese tipo rucio que antes tenía una banda y se lo
hizo en una tarde. Le cobró barato. Le salió bien feo: una mancha negra sobre
la piel roja. O una mancha roja sobre la piel negra. Ahora que no queda nada de
él, me acuerdo de eso, de la confusión de los colores entre el tatuaje y la
piel. De que era medio satánico y que era simpático. Del tatuaje. De que le iba
bien en el colegio. Cuando dio la prueba, quedó en la USACH, en Santiago. Se
fue para allá. Volvía en los veranos a trabajar en el local de pernos de su
papá. Una vez nos quedamos en su casa en Ñuñoa. Venía un grupo noruego y nos
fuimos para allá. El no fue. No tenía plata. Nadie hizo el esfuerzo por
invitarlo. Después del recital nos pasamos a un bar a la Alameda y luego
tomamos una micro. Vivía en uno de esos blocks que quedan cerca del Estadio
Nacional. Abrimos unas cervezas y nos acostamos como pudimos en los sillones.
El se levantó temprano. No nos despedimos. Ese verano no volvió al pueblo. Se
perdió en unos trabajos voluntarios. No supimos qué pasó. En ese espacio vacío
que fue el tiempo en que no lo vimos, todo lo que conocíamos de él se esfumó.
Supimos que se dejó un mohicano. Supimos que se mudó a una casa okupa. Unos
amigos se quedaron en esa casa luego de otro recital de otra banda noruega. El
ya era vegetariano. Durmieron en el suelo. Esa madrugada se tomaron una caja de
vino y comieron unos tallarines con carne de soya. El les dijo que ahora esa
era su vida. Que había dejado la universidad. Que estaba bien. Que su cuerpo
era un templo. No les dijo nada más. Les dijo que estaba bien, que no se
preocuparan. Que sabía lo que hacía. No volvió más al pueblo. La otra noche,
mientras cargaba en su mochila una bomba artesanal, explotó en pedazos. Yo vi
la noticia por la tele. Mostraron su foto. Se parecía y no se parecía a la
persona que había conocido. Estaba más flaco. Se estaba quedando pelado. Estaba
comenzando a parecerse a su padre. Iba en bicicleta a poner una bomba. ¿A quién
se le ocurre ir a poner una bomba en bicicleta? ¿A quién se le ocurre leer el
Necronomicon fotocopiado? ¿A quién se le ocurre quemar una cabeza de chancho en
la punta del cerro? ¿A quién se le ocurre irse del pueblo a la universidad y
dejar la universidad? ¿A quién se le ocurre comer tallarines con carne de soya?
¿A quién se le ocurre querer destruir al Estado? ¿A quién se le ocurre vivir en
una casa okupa? ¿A quién se le ocurre quedarse en cuclillas en la oscuridad
mientras explica en qué se convirtió su vida? ¿A quién se le ocurre armar una
bomba en la calle? ¿A quién se le ocurre pedalear con una mochila llena de
explosivos en medio de las sombras? No lo sé. No se me ocurre nada. Unos amigos
tomaron un bus y fueron a Santiago al funeral. Yo me quedé acá. Yo me quedé en
el pueblo. Yo nunca aprendí inglés. Yo me quedé acá leyendo el Necronomicon
fotocopiado.
Escrito por Alvaro Bisama
Buena la historia.