La literatura violenta en el anarquismo
Para no dar lugar a equívocos, conviene que nos entendamos
en primer lugar sobre las palabras. No existe una teoría del anarquismo
violento. La anarquía es un conjunto de doctrinas sociales que tienen por
fundamento común la eliminación de la autoridad coactiva del hombre sobre el
hombre, y sus partidarios se reclutan, en su mayoría, entre las personas que
repudian toda forma de violencia y que no aceptan ésta sino como medio de
legítima defensa. Sin embargo, como no hay una línea precisa de separación
entre la defensa y la ofensa, y como el concepto mismo de defensa puede ser
entendido de maneras muy diversas, se producen de vez en vez actos de
violencia, cometidos por anarquistas, en una forma de rebelión individual que
atenta contra la vida de los jefes de estado y de los representantes más
típicos de la clase dominante.
Estas manifestaciones de rebelión individual las agrupamos
bajo el nombre de anarquismo violento, pero nada más que para ser entendidos,
no porque el nombre refleje exactamente la realidad. De hecho, todos los
partidos, sin exceptuar a ninguno, han pasado por el periodo en el cual uno o
varios individuos cometieron, en su nombre, actos violentos de rebelión, tanto
más cuando cada partido se hallara en el extremo último de oposición a las
instituciones políticas o sociales que dominaran. Actualmente, el partido que
se halla, o parece hallarse, en la vanguardia y en absoluta oposición con las
instituciones dominantes, es el anarquista. Lógico es, pues, que las
manifestaciones de rebelión violenta contra éstas asuman el nombre y ciertas
características especiales del anarquismo
.
Una vez dicho esto, quiero hacer notar, aunque sea brevemente,
cosa que me parece no ha sido hecho aún, la influencia que la literatura tiene
sobre estas manifestaciones de rebelión violenta y la influencia que de ésta
recibe. Naturalmente, dejo sin citar la literatura clásica, por más que podría
hallar en Cicerón, en la biblia, en Shakespeare, en Alfieri, y en todos los
libros de historia que corren de mano en mano entre la juventud, la
justificación del delito político; de Judith con la historia sagrada y Bruto
con la historia romana, hasta Orsini y Agesilao Milano en la historia moderna,
hay toda una serie de delitos políticos de los cuales los historiadores y los
poetas han hecho apologías, algunas veces injustas.
Pero no quiero hablar de esos delitos, ya porque me
llevarían demasiado lejos, ya porque no sería difícil ver en ellos el concurso
de circunstancias muy diversas que les daba muy diverso carácter. Quiero
solamente referirme a aquella literatura que directa y abiertamente tiene
relación con el delito político al que actualmente se da el nombre de anarquismo.
Desde el año 1880, ha habido siempre, con frecuencia,
atentados anarquistas; pero su mayor número se halla en el periodo que va desde
1891 a 1894, especialmente en Francia, España e Italia. Ahora bien: yo no sé si
alguien habrá observado que precisamente en dicho periodo floreció, sobre todo
en Francia, una literatura ardiente que no se recataba de elevar al séptimo
cielo todo atentado anarquista, frecuentemente hasta los menos simpáticos y
justificables, y empleando un lenguaje que era verdaderamente una instigación a
la propaganda por el hecho.
Los escritores que se dedicaban a esta especia de sport de
literatura violenta estaban casi todos ellos completamente fuera del partido y
del movimiento anarquista; rarísimos eran aquellos en quienes la manifestación
literaria y artística correspondiese a una verdadera y propia persuasión
teórica, a una consciente aceptación de las doctrinas anarquistas; casi todos
obraban en su vida privada y pública en completa contradicción con las cosas
terribles y las ideas afirmadas en un artículo, en una novela, en un cuento o
en una poesía; a menudo sucedía que se hallaban declaraciones anarquistas
violentísimas en obras de escritores muy conocidos como pertenecientes a
partidos diametralmente opuestos al anarquismo.
Aun entre aquellos que por un momento pareció que habían
abrazado seriamente las ideas anarquistas, tan sólo uno o dos conservaron más
tarde su dirección intelectual -entre ellos no recuerdo más que a Mirbeau y
Ekhoud-; los demás pasados dos o tres años, sostuvieron ya ideas del todo
contrarias a las afirmadas antes con tanta virulencia.
Ravachol, que aun entre los anarquistas es el tipo de
rebelde violento que menos simpatías conquistó, encontró entre los literatos
numerosos apologistas; entre éstos, al lado de Mirbeau, a Paul Adam, algunos
años después místico y militarista, que dió por hablar del tremendo dinamitero
de un modo lo más paradojal que pueda imaginarse: Al fin -dijo poco
más o menos Paul Adam- en estos tiempos de escepticismo y de vileza nos ha
nacido un santo. No era como se ve, el santo de Fogazzaro, del cual
tal vez Paul Adam estaría hoy dispuesto a hacer la apología. Lo más curioso es
que los literatos eran propensos a aprobar más a aquellos actos de rebelión que
los mismos anarquistas militantes, propiamente dichos, menos aprobaban, por
considerar que su carácter era superabundantemente antisocial. ¿Quién no
recuerda la expresión antihumana, por estética que fuese, de Laurent Tailhade
-más tarde convertido al militarismo nacionalista- en el banquete que dió La
Plume, en plena epidemia de explosiones dinamiteras, en 1893? La Plume, la
notable e intelectual revista parisien, había organizado un banquete de poetas
y literatos, y en dicho banquete fué cuando Tailhade soltó la conocida frase referente
a los atentados por medio de las bombas: ¡Qué importan las víctimas si el
gesto es bello! Inútil decir que los anarquistas militantes desaprobaron,
en nombre de su propia filosofía y de su partido, esa teoría estética de la
violencia, pero la frase fue dicha e hizo su efecto.
El nacionalista Mauricio Barrès, que había escrito una
novela acentuadamente individualista intitulada El enemigo de las leyes,
novela que los anarquistas hacían circular para hacer propaganda, escribió,
poco después de la decapitación de Emilio Henry -cuyo atentado fue severamente
juzgado por Eliseo Reclus-, un artículo lleno de admiración y entusiasmo. No me
atrevo a reproducir ni siquiera un pequeño fragmento, porque en Italia, donde
esto se escribe, no se pueden decir ciertas cosas ni a título de información
literaria; para el que quiera satisfacer su curiosidad, lea el Journal de París
del 20 de mayo de 1894 y quedará plenamente ilustrado sobre el particular.
Incluso el clerical antisemita Eduardo Drumont, escribió, después de la
decapitación de Vaillant, de tal modo, que sus palabras pasaron a una pequeña
antología anarquista de ocasión.
A propósito de Vaillant que, como es sabido, fue un
anarquista que arrojó una bomba en el parlamento francés, no puedo dejar en el
olvido lo que escribió, al día siguiente de su ejecución, el célebre poeta
nacionalista Francisco Coppée: Después de haber leído los particulares de
la decapitación de Vaillant, he quedado pensativo... A pesar mío, ha surgido
ante mi espíritu, bruscamente, otro espectáculo. He visto un grupo de hombres y
de mujeres apretujándose unos contra otros, en medio del cerco, bajo las
miradas de las multitudes, mientras de todas las gradas del inmenso anfiteatro
surgía rugiente este grito formidable: ¡ad leones! y cerca del grupo los
beluarios abrían la jaula de las fieras. ¡Oh, perdónadme, sublimes cristianos
de la era de las persecuciones; vosotros que moristeis por afirmar vuestra fe
de dulzura, de sacrificio y de bondad; perdónadme que os recuerde ante estos
otros hombres tétricos de nuestro tiempo! ¡Pero en los ojos del anarquista
camino de la guillotina brilla ¡oh dolor! la misma llama de intrépida locura
que iluminó vuestros ojos!
Algo semejante decía más tarde, siempre a propósito de los
atentados, otro literato y psicólogo insigne en su libro titulado En los
arrabales, Enrique Leyret, el mismo que algún tiempo después reunió en un
extenso volumen y presentó al público las sentencias del buen juez Magnaud.
Podría extenderme mucho más reproduciendo juicios y apologías entusiastas de la
violencia anarquista, o por lo menos justificaciones, en las que transpira todo
lo contrario de la antipatía, de escritores como Eduardo Conte, la señora
Séverine, Descaves, Barrucand, etc.
Cuando a fines de 1897 se representó en París el drama
anarquista de Mirbeau, Los malos postores, en el cual los apóstrofes más
violentos y revolucionarios se vierten a chorros, se produjo un gran entusiasmo
en el ambiente intelectual de la capital de Francia. Como en las vísperas de la
toma de la Bastilla, los poetas cortesanos y todos los espíritus inteligentes
de la aristocracia y de la nobleza se entusiasmaron con las brillantes
paradojas de los enciclopedistas, y las damas en voga se prestaron
voluntariamente para recibir las mordaces sátiras de Beaumarchais y se
deleitaban con las fantasías anarquizantes de Rabelais, así la burguesía
intelectual de nuestros días se deleita circundando de poesía y exagerando las
explosiones de ira que de vez en vez surgen de las profundidades misteriosas
del sufrimiento humano.
El mismo Emilio Zola después de haber lanzado a la palestra
como una bomba advertidora, su Germinal, tétrica novela de destrucción, en su
París, glorifica a los anarquistas y hasta poetiza la figura de Salvat, el
dinamitero, en el cual es fácil reconocer, pintado aún más violento de lo que
era, el tipo de Vaillant. Leed la Mêlée sociale de Clémenceau, las Pages rouges
de Séverine, Sous le sabre de Juan Ajalbort, el Soleil des morts de Camilo
Mauclair, la Chanson des Gueux y las Blasphèmes de Juan Richepin, los Idylles
diaboliques de Adolfo Retté; hojead las colecciones de revistas aristocráticas
como el Mercure de France, La Plume, La Revue blanche, los Entretiens
politiques et littéraires y hallaréis, en verso o en prosa, en las
críticas de arte como en las reseñas teatrales y bibliográficas, expresiones
literarias tan violentas como jamás se leyeron en periódicos anarquistas
verdaderos y propios, como jamás se oyeron en labios de los más sinceros
militantes del partido anarquista. Se comprende como estos literatos llegaron a
dar expresiones tan paradójicas a su pensamiento. El artista busca la belleza
con preferencia a la utilidad de una actitud; he aquí porque lo que el
sociólogo anarquista puede explicar pero no aprobar, produce en cambio el
entusiasmo de un poeta o de un artista. El acto de rebelión, que tiene
conciencia completa y absoluta de sus efectos, es condenable moralmente como
cualquier otro acto de crueldad, aunque la intención hubiese sido buena, de
igual modo que un cirujano condenaría que se cortara una pierna cuando no fuese
preciso amputar más que un dedo del pie. Pero estas consideraciones de índole
sociológica y humana, estas distinciones, las desprecia el individuo que ama la
rebelión, no por el objetivo a que tiende, sino por su propia y sola belleza
estética, señaladamente los individuos, artistas o literatos educados en la
escuela de Nietzsche, que nunca fue anarquista, y que miran todos los actos por
trágicos y sublimes que sean, únicamente desde el punto de vista estético y
descartando todo concepto de bien o de mal. Todos estos individuos no han
visto, del pensamiento anarquista, nada más que un matiz: el que afecta a la
emancipación del individuo, descuidando en absoluto sus otros matices,
particularmente el social, problema primordial, o sea, el matiz humanitario. De
tal modo han llegado a concebir una anarquía implacable, impropiamente así
llamada, según la cual puede ponerse en el altar a un Emilio Henry, pero también,
a su lado, a un Passatore, un Nerón o un Ezzelino da Romano. Se comprenderá que
semejantes actos tenían importancia solamente porque la poesía, la prosa, el
drama o la novela, la pluma o el lápiz, hallaban en ellos una nueva fuente de
formas y de belleza. Sabido es cuanto el amor a una bella frase, a una
expresión original o a un verso vibrante, puede deformar el íntimo y verdadero
pensamiento del escritor. El Leopardi que poéticamente gritaba: Las armas,
vengan aquí las armas, en la práctica, estaba muy poco dispuesto y muy poco
apto para empuñarlas seriamente. Como Paul Adam, habría llamado loco al que le
hubiera preguntado en serio si aprobaba a sangre fría el asesinato de un
ermitaño cometido por Ravachol, al cual, ya se sabe, calificó de santo.
En la apreciación de un hecho, el elemento estético es
completamente diferente del elemento político-social. Ahora bien: a una
doctrina que se basa en el raciocinio científico y que es eminentemente
político-social, con evidente error se le atribuye la aplicación paradojal de
lo que es sola y simplemente poesía y arte. En toda idea de renovación y de
revolución, el arte y la poesía son ciertamente factores que tienen su
importancia secundaria muy relativa, pero nunca de ningún modo tal como para
poder imperar y tener derecho a guiar la acción individual y colectiva por los
únicos efectos estéticos que se puedan obtener.
Independientemente de la bondad intrínseca de una idea, el
arte se apodera de ella y la embellece a su gusto, aun a riesgo de
transformarla totalmente, con tal de que pueda hallar en ella nuevas formas de
belleza. Es ésa la suerte que les está reservada a todas las ideas nuevas y
audaces que por su naturaleza se prestan mejor a la fantasía del artista. La
historia de la literatura es una prueba viviente de que el arte es por
naturaleza rebelde e innovador; todos los poetas, todos los novelistas, todos
los dramaturgos fueron en sus orígenes rebeldes, aun cuando después cambiaran
la blusa del bohemio por el frac académico o del cortesano. La literatura
conservadora no ha volado nunca muy alto y siempre ha sido fastidiosa. Si
alguna vez hubo poesía y arte en la aplicación de un pensamiento reaccionario,
fue porque hubo en él rebelión y lucha, y así se explica el reflorecimiento
poético y artístico de espiritualismo que en estos momentos encuentra renovadas
energías.
Pero volviendo a lo dicho anteriormente, repito que ninguna,
o muy mínima relación, existe entre el movimiento social anarquista de bases
sociológicas y políticas y el florecimiento de la anarquía literaria fuera de
ciertas expresiones y formas artísticas, y hallo la prueba en que los
anarquistas militantes son corrientemente hombres de ciencia y filósofos, y
sólo en rarísimos casos literatos y poetas. Como hemos visto, ciertos violentos
apologistas de la violencia anarquista han sido frecuentemente verdaderos y
propios reaccionarios en política. Y no faltan los que, aunque por un momento
se llamaron anarquistas, más pronto o más tarde pasaron a otros campos y se
volvieron nacionalistas como Paul Adam, militaristas como Laurent Tailhade, o
socialistas como Manclair.
Si es verdad que el arte es expresión de la vida en una
forma de belleza, ciertamente la literatura actual, tan saturada de espíritu
anárquico, es una consecuencia del estado social en que nos hallamos y del
periodo de rebelión que hemos atravesado.
Pero, a su vez, ciertas formas de literatura anárquica
violenta, ejercen su influencia sobre el movimiento, de un modo que no debemos
dejar de examinarlo. Las formas paradojales estéticas de la literatura
anarquizante, han tenido sobre el mundo anarquista una repercusión enorme, la
cual ha contribuido no poco a hacer perder de vista el lado socialista y
humanitario del anarquismo y ha influido también no poco en el desarrollo del
lado terrorista.
Pero, entendámonos: yo hago constar un hecho, y no por esto
pretendo sostener que debemos poner un freno al arte y a la literatura, aunque
sea con el fin de defender a la sociedad o de hacer caminar el movimiento
revolucionario mejor por un sendero que no por otro. Sería lo mismo que colgar
hojas de parra a los desnudos de nuestros museos para salvaguardar el pudor o,
dirigir por vías más castas el pensamiento de los seminaristas o de los
pensionistas que van a visitarlos. El caso es que el hecho que hago constar, es
innegable. Séame permitido recordar un caso que yo mismo he podido observar.
Cuando Emilio Henry, en 1894, arrojó una bomba en un café, todos los
anarquistas que yo entonces conocía, encontraron ilógico o inútilmente cruel
dicho atentado, y no disimularon su descontento y su desaprobación del acto
cometido. Pero cuando, durante el proceso, Emilio Henry pronunció su célebre
autodefensa, que es una verdadera joya literaria -confesado así hasta por el
mismo Lombroso-, y cuando, después de su decapitación, tantos escritores, sin
ser anarquistas, ensalzaron la figura del guillotinado, su lógica y su ingenio,
la opinión de los anarquistas cambió, por lo menos en una gran mayoría de
éstos, y el acto de Henry encontró, entre ellos, apologistas e imitadores. Como
se ve, el lado estético, literario, arrinconó de un modo evidente el lado
social, o mejor dicho antisocial, del atentado, y en este caso, la doctrina
anarquista integral, nada tuvo que agradecer a la literatura. En efecto, le
había prestado un flaco servicio.
Esta especie de literatura es la que ha hecho la mayor
propaganda terrorista; una propaganda que en vano se buscará en todas las
publicaciones, libros, folletos y periódicos que son verdaderamente la
expresión del partido anarquista. ¿Quién no recuerda, para no citar más que un
caso, en Italia, el magnífico artículo de Rastignac sobre Angiolillo? Pues
bien: a pesar de que en este caso el autor del artículo dijo muchas verdades, a
éstas mezcló bastantes paradojas, contra las cuales salió a la palestra
precisamente Enrique Malatesta, que pasaba por ser uno de los anarquistas más
violentos, cuando es de los más calmados y razonables. Debido a la influencia
de esta literatura y no por otras razones no faltó quien quiso poner en
práctica una de las inventivas más violentas y sólidas de la pluma del poeta
Rapisardi, después de reproducirla en algunos números de un periódico
terrorista denominado Pensiero e Dinamite, y este tal fue un joven
cultísimo y bien acomodado siciliano que extinguió doce años de presidio por
dicho motivo: Schicchi.
Ciertamente que tanto Rastignac como Rapisardi serían
capaces de protestar, y tendrían razón, contra una afirmación de complicidad,
aunque fuese indirecta. Pero esto no importa para que lo que digo pruebe que la
sugestión artística y literaria puede ser -y no soy el primero en decirlo-, la
determinante, no tan sólo de un acto preciso preestablecido, sino que también
de una dirección mental del género de la de los anarquistas terroristas a
quienes no se les alcanzan las inducciones y deducciones filosóficas de un
Reclus o de un Kropotkin, o la lógica esquelética pero humanitaria de un
Malatesta, como tampoco alguna violencia verbal o escrita de los consabidos
periodiquillos de propaganda que nada tienen de literarios.
Influencias burguesas sobre el anarquismo
Decíamos en el capítulo anterior que la literatura burguesa,
aquella literatura que en el anarquismo ha encontrado motivo para una actitud
estética nueva y violenta, contribuyó indudablemente a determinar entre los
anarquistas una dirección mental individualista y antisocial.
Los literatos y artistas, sin preocuparse de si esto podía
ser aplicado a toda la vida general de la humanidad, han encontrado un elemento
de belleza en el hecho de que un individuo, con la potencia de su inteligencia
y con el soberano desprecio de la propia vida y de la vida ajena, se haya
puesto, con un acto violento de rebelión, fuera del común de los hombres. Para
estos artistas y literatos, la belleza del gesto hacía las veces de utilidad
social, de la que, por lo demás, no se preocupaban. Así han idealizado la
figura del anarquista dinamitero porque hasta en sus manifestaciones más
trágicas presenta, en efecto, innegables características de originalidad y de
belleza. Esta idealización literaria y artística ha ejercido su influencia
entre muchos anarquistas que, por falta de cultura o poco habituados al
raciocinio lógico o por temperamento, han tomado por elemento de propaganda de
ideas lo que no era más que un medio de manifestación artística.
En ciertos ambientes anarquistas, más impulsivos y al mismo
tiempo menos cultos, no se ha sabido hacer esta distinción necesaria; no se ha
comprendido que en aquellos literatos, que parecía que rivalizaban a ver cual
emitía una paradoja más extravagante, no había una convicción doctrinal y
teórica. Hacían la apología de Ravachol o de Emilio Henry de igual modo como en
otros tiempos y países habrían hecho la apología de un salteador de caminos. No
cabe duda de que el bandido que asalta al viandante y le mata, ofrece una
actitud más simpática que la del timador o la del que aligera bolsillos por las
calles; el primero puede dar argumento para un drama o una novela, el segundo
sólo se presta para la comedia o el sainete. Sin embargo, todo individuo que tenga
sano el juicio no podrá negar que el bandido de encrucijada es mil veces más
pernicioso y condenable que el ratero.
Estos literatos poseurs tal vez sin quererlo,
ofenden a los mártires del anarquismo hasta en el elogio que de ellos hacen,
puesto que su elogio saca argumento y motivo de interés precisamente de aquello
que, según los principios anarquistas es doloroso y deplorable aunque lo
imponga una necesidad histórica. La mentalidad burguesa determina en ellos el
gesto que luego repercute en el ambiente anarquista, y tiende a que se forme en
éste una mentalidad semejante.
Así como entre la burguesía halla más gracia el asesino que
arrebate una vida al consorcio humano que el ladrón que, en último término,
nada arrebata al patrimonio vital de la sociedad, cambiando tan sólo el puesto
y el propietario de las cosas, igualmente, cambiando los términos, y aparte
todo parangón que sería injurioso, entre los anarquistas los hay que aprecian
mucho más al que mata en un momento de rebelión violenta que al obscuro
militante que con toda una vida de obras constantes determina cambios mucho más
radicales en las conciencias y en los hechos.
Repito lo que he dicho otras veces: los anarquistas no son
tolstoianos, y por tanto reconocen que frecuentemente la violencia -y cuando es
tal, es siempre una fea cosa, tanto si es colectiva como individual- resulta
una necesidad, y ninguno sabría condenar al o a los que sacrificando su vida
con sus actos dan satisfacción a esta necesidad. Pero aquí no se trata de esto,
sino de la tendencia, derivada de las influencias burguesas, a trocar los
términos, a cambiar el objetivo por los medios y a hacer de éstos la única y
primordial preocupación.
Según mi entender, los anarquistas que dan una importancia
soberana a los actos de rebelión, son tal vez revolucionarios y anarquistas,
pero son mucho más revolucionarios que anarquistas. ¡Cuántos anarquistas he
conocido que se preocupan poco o nada de las ideas anarquistas, o que hasta ni
siquiera procuran conocerlas, pero que son ardientes revolucionarios y que su
crítica y su propaganda no tienen más fin que el revolucionario, el de la
rebelión por la rebelión! Y cuanto más ardientes y más intransigentes han sido,
más pronto abandonaron nuestro campo y se pasaron al de los partidos
legalitarios y autoritarios cuando su fe en una revolución a plazo breve
desapareció al contacto de la realidad, y cuando su energía se agotó en los
demasiado violentos conflictos con el ambiente.
La influencia de la ideología burguesa sobre estos
individuos es innegable. La importancia máxima concedida a un acto de violencia
o de rebelión es hija de la importancia máxima que la doctrina política
burguesa concede a todo el ambiente social. Y esta influencia perniciosa es la
que anula en muchos anarquistas aquel sentido de relatividad en virtud del cual
debería darse a cada hecho su propia real importancia, de modo que ningún medio
revolucionario quedase descartado, a priori, sino que cada uno fuese
considerado en su relación con el fin perseguido y sin confundir entre ellos
los caracteres, las funciones y los efectos especiales.
Tenemos, pues, comprobadas dos formas de influencia burguesa
en el anarquismo: una directa, que se manifiesta en una importancia mayor
otorgada al hecho revolucionario antes que al objetivo a que este hecho debe
tender, y la otra indirecta, la de la literatura burguesa decadente de estos
últimos tiempos, encaminada a idealizar las formas más antisociales de rebelión
individual.
Entres estas dos formas hay un estrecho parentesco y por
esto no he podido considerarlas separadas una de otra. La burguesía ha ejercido
una influencia extraordinaria sobre el anarquismo cuando se ha propuesto la
misión de hacer... ¡propaganda anarquista!
Esto parece una paradoja. Sin embargo, es una verdad; mucha
propaganda anarquista ha sido hecha por la burguesía. Claro es que,
desgraciadamente, lo ha hecho de un modo nada útil a la idea verdaderamente
libertaria. Pero no deja de ser verdad, no obstante, que los efectos de esta
propaganda espúrea son los que la burguesía ha querido luego atribuir con mayor
ahinco a todo el partido anarquista.
En los momentos de mayor persecución contra los anarquistas,
sucedió que todos los descentrados de la actual sociedad, y entre éstos muchos
delincuentes, creyeron seriamente que la anarquía era tal como la describían
los periódicos burgueses, es decir, algo que se adapta muy bien a sus hábitos
extrasociales y antisociales. Como por diferentes razones es un hecho que estos
individuos se hallan, como los anarquistas, en un estado de perpetua rebelión
contra la autoridad constituida, esto dio pie a que el equívoco arraigara y se
ampliara. En la cárcel o en el destierro forzoso, hemos topado muchas veces con
delincuentes comunes que se llamaban anarquistas, sin que, naturalmente,
hubiesen jamás leído un solo periódico o folleto anarquista, ni siquiera oído
hablar de anarquía fuera de los periódicos burgueses. Y así creían que la
anarquía era precisamente tal como la escribían los más calumniadores
periódicos reaccionarios, y tal la aprobaban o la desaprobaban. ¡Figuráos, para
los que la aprobaban, qué especia de anarquía debía ser! Recuerdo haber
conocido en la cárcel a un condenado por delitos comunes, un falsificador
inteligente y hasta poeta por añadidura, el cual creía seriamente ser
anarquista, y que así lo había dicho a sus jueces. Y una vez que uno de éstos
le preguntó que como se arreglaba para poner de acuerdo los delitos que cometía
con las ideas que decía profesar, respondió: Lo que usted llama delitos,
es un principio de la anarquía. Cuando todos los hombres se entreguen a una desenfrenada
delincuencia -son palabras textuales- entonces será o vendrá la anarquía.
Como se ve, aceptaba la anarquía, pero en el sentido que le dan los
diccionarios burgueses, sentido de desorden y de confusión.
Esta especie de propaganda al revés, causaba su
efecto hasta entre quienes no querían mezclarse con los anarquistas. En las
cárceles de tránsito de Nápoles, conocí a unos camorristas que creían
que los anarquistas constituían verdaderamente una sociedad de malhechores y,
por lo tanto, digna de figurar al lado de lahonrada sociedad de la camorra. En
Tremiti me contaron que a un modesto banquete entre anarquistas y socialistas,
fueron invitados dos o tres camorristas -los únicos desterrados
políticos existentes en la isla- por simple condescencia humana que nada tenía
que ver con la política, y al llegar a los brindis de ritual y con gran
sorpresa de todos, uno de los camorristas lanzó el suyo en pro de la
unión de los tres partidos: camorra, anarquía y socialismo contra el
gobierno. Una carcajada general siguió a este brindis, pues sabido es que la camorra se
alía más fácilmente con el gobierno que con nadie, y especialmente contra
socialistas y anarquistas. Pero esto nos enseña como la mentalidad de los
delincuentes comunes ha creído y aceptado como verdadera anarquía la que han
hecho circular los periódicos burgueses y policíacos.
La propaganda traidora de estos periódicos, nos
explica, asimismo, porque en un determinado periodo -de 1880 a 1894- hemos
visto más de un proceso en que ladrones y falsearios vulgares se han declarado
anarquistas, dando un barniz pseudopolítico a sus actos. Leyeron que la
anarquía era el ideal de los ladrones y de los asesinos, y me dijeron: Yo
soy ladrón, soy, por consiguiente, anarquista.
Nos explica igualmente el hecho, que tanto impresionó a
Lombroso, de que muchos delincuentes comunes se decían anarquistas al ser
encarcelados, pero antes de serlo, nótese bien. Mientras sentían sobre sus
espaldas el puño de la autoridad, pensaban en los anarquistas, que en sus
mentes eran los más terribles delincuentes por odio a la autoridad constituida,
y cuando entraban en su celda, cogían el primer clavo que les caía en las manos
y escribían en la pared, papel de la canalla: ¡Viva la anarquía!
Pero este fenómeno duró poco. Pronto se dieron cuenta de que
llamándose anarquistas corrían más peligro que robando y asesinando, que el
barniz anarquista contribuía a que los tribunales recargaran la dosis de
condena, sin disminuir la antipatía que sus actos causaban. Por añadidura,
encontraban en la mayoría de los anarquistas una indiferencia glacial y una
desconfianza extraordinaria hacia sus improvisadas conversiones a la idea,
cuando no algún que otro porrazo, y entonces cesaron de llamarse anarquistas.
Sin embargo algo de esta propaganda quedó entre los
anarquistas verdaderos y propios. Alguno ha tomado en serio los sofismas de
algún delincuente genial y ha acabado teorizando sobre la legitimidad del hurto
o de la fabricación de la moneda. Otros han ido en busca del atenuante,
hablando del robo a favor de la propaganda, produciéndose así los fenómenos
Pini y Ravachol, dos sinceros que fueron una excepción, pero que no por esto
fueron menos víctimas de los sofismas hijos de la propaganda al revés de los
periódicos y de las calumnias burguesas. La excepción nunca ha sido la regla,
porque aquellos anarquistas que de buena fe aceptaron la idea del robo, en la
práctica no fueron capaces de robar ni una aguja; y los demás que robaban de
verdad, se guardaban bien de hacerlo para la propaganda y pronto dejaron de
llamarse anarquistas para continuar siendo vulgarísimos ladrones, y hasta no
faltó quien se hizo buen propietario y comerciante, amigo de las instituciones
y de la autoridad constituida.
Esta tendencia ha ido desapareciendo de entre los
anarquistas. Pero de todos modos demuestra que fue posible por una influencia
completamente de origen burgués, tras la campaña de calumnias y de
persecuciones contra los anarquistas. Los anarquistas -se decía-quieren
abolir la propiedad privada; por consiguiente, quieren arrebatar la propiedad a
quienes la poseen, y, por lo tanto, los anarquistas son unos ladrones El buen
vino cría buena sangre, la buena sangre cría buenos humores, los buenos humores
hacen hacer buenas obras, las buenas obras nos conducen al paraíso; por
consiguiente el buen vino nos lleva al paraíso
Lo que acabamos de decir, o sea, que muchos individuos se
volvieron anarquistas debido a esta propaganda tergiversada de periodistas y de
escritores burgueses, parecerá una exageración, aun a los que hayan vivido y
vivan todavía en el ambiente anarquista.
La mente de los hombres, especialmente la de los jóvenes,
sedienta, de todo lo misterioso y extraordinario, se deja arrastrar fácilmente
por la pasión de la novedad hacia aquello que a sangre fría y en la calma que
sigue a los primeros entusiasmos se repudiaría en absoluto y con gesto
definitivo. Esta fiebre por las cosas nuevas, este espítiru audaz, este afán
por lo extraordinario, ha llevado a las filas anarquistas los tipos más
exageradamente impresionables, y, a un mismo tiempo, los tipos más ligeros y frívolos,
seres a quienes el absurdo no los espanta. Precisamente porque un proyecto o
una idea son absurdos se sienten atraidos, y al anarquismo vinieron
precisamente por el carácter ilógico y estrambótico que la ignorancia y la
calumnia burguesa han atribuido a las doctrinas anarquistas.
Estos elementos son los que más contribuyen a desacreditar
el ideal, precisamente porque de este ideal hacen surgir un sin fin de
ramificaciones estrafalarias y falsas, de errores en extremo groseros, de
desviaciones y degeneraciones de toda índole, creyendo que defienden, muy
seriamente, la anarquía pura. Apenas entrados estos individuos en el mundo
anárquico, se dan cuenta de que el movimiento sigue un camino menos extraño del
que se imaginaron; en una palabra, se dan cuenta de que tienen ante ellos una
idea, un programa y un movimiento completamente orgánicos, coherentes,
positivos y posibles, precisamente porque fueron concebidos con aquel sentido
de la relatividad sin el cual no es posible la vida. Este carácter de seriedad,
de positivismo y de lógica, les irrita, y hételos en seguida constituyendo toda
esa masa amorfa que no sabe lo que quiere ni lo que piensa, pero que es
incansable demoliendo desacreditando todo lo que de serio y de bueno hacen los
demás, y empleando aquel lenguaje autoritario y violento propio de su
temperamento y del origen burgués de su estado mental.
Hasta cuando sus ideas y sus críticas son originariamente
justas, las exageran y las deforman de tal modo que no podría hacerlo mejor un
enemigo declarado. Hacen como aquel que viendo que los panaderos cuecen mal el
pan, se empeña en sostener que hay que destruir los hornos, o como aquel que
persuadido de la necesidad de regar un terreno demasiado árido, se empeñase en
abocar sobre él toda el agua de un río.
Pues bien: todos estos individuos no habrían venido nunca a
nuestro campo sin la atracción que sobre ellos ejerció la propaganda falsamente
anarquista de la burguesía. Toda la campaña de invectivas, de calumnias, de
invenciones a cual más ridícula y mastodóntica, actuó de espejuelo para todos
estos descontentos intelectuales y materiales, psicológica y fisiológicamente,
que se orientan siempre hacia lo absurdo, hacia lo extraordinario, hacia lo
terrible y lo ilógico.
Bastaría, para convencerse de todo esto, tener la paciencia
de hojear las colecciones de dos o tres periódicos, los más autorizados, de los
últimos quince o veinte años. Bastaría asimismo hojear toda aquella literatura
de ocasión que en el curso de ese periodo se fue formando, referente a la
anarquía y a los anarquistas, fuera del ambiente anarquista, en el ambiente
burgués, policiaco y aun pseudocientífico. Revistas y periódicos de toda clase,
conservadores y demócratas, han inventado y dicho las cosas más truculentas
acerca de nosotros.
¿Quién no recuerda los Misterios de la anarquía, de
estúpida memoria, editado por un poco escrupuloso librero? No hay historia
inverosímil que no se haya endosado a los anarquistas, sea en novelas, sea en
libros de otra clase, o ya en periódicos y revistas de renombre. El afán de
satisfacer el gusto del público por las cosas nuevas y extrañas, llevó a los
novelistas, periodistas, y pseudocientíficos a armar un pisto de mil demonios,
frecuentemente atribuyendo, con conocimiento del daño que se causaba, a los anarquistas,
una fuerza mayor de la real, un número inconmensurablemente superior al
verdadero y unos medios que los anarquistas no han tenido nunca en sus manos.
Si esto podía, desde cierto punto de vista, halagar a los simpatizantes más
inconscientes, contribuía, no obstante, a dar un barniz de veracidad a todas
las ideas extravagantes y a todos los propósitos truculentos atribuídos a los
anarquistas. Los Misterios de la anarquía acababan tomando, en la
mente de muchos, la forma de historia real.
Y porque de este conjunto fantástico, en cuya forma los
escritores y periodistas burgueses presentaban al movimiento anarquista, se
desprendía, algunas veces, algo que era interesante y simpático, o, por lo
menos, algo que despertaba admiración, sucedió que muchas fantasías mórbidas,
muchos desequilibrados, muchos desesperados de la lucha social, se sintieron
atraidos; a semejanza de lo que ocurre en ciertos lugares y en ciertas mentes
primitivas, que se sienten atraídas por las figuras y actos, a veces
imaginarios, de un Tiburzi o de un Musolino, bandidos de renombre. Las mismas
víctimas más atormentadas por la injusticia actual, se comprende cuán
facilmente podían ser llevadas a aprobar, por reacción y represalia, el
carácter belicoso y sanguinario que a la anarquía asignaron los escritores de
la prensa burguesa.
¡Cuántas veces, a mi mismo acudieron algunos de estos catequizados por
los periódicos burgueses peguntándome que debían hacer para ser admitidos en lasecta y
si había dificultad para que los presentara a la sociedad de los
anarquistas! Y cuando yo les preguntaba que creían que eran los anarquistas, me
respondían: Los que quieren matar a todos los señores y a los que mandan,
para repartirse las riquezas y mandar un poco cada uno. ¡Ah! ciertamente, estos
hombres no habían leido los folletos de Malatesta, ni los libros de Kropotkin,
ni los escritos de Malato; habían leído, simplemente, esas estupideces, en la
Tribuna o en el Observatorio Romano.
Este estado psicológico de los desesperados, prontos a
recibir la impresión, lo describió muy bien Enrique Leyret en un estudio de los
arrabales de París. Durante el periodo terrorista del anarquismo, según Leyret,
el pueblo de los arrabales se sentía arrastrado, por las condiciones
enormemente desastrosas en que vivía y por el espectáculo de los escándalos
bancarios, a simpatizar con los anarquistas más violentos. Lo que era la
anarquía, lo que ésta quería, el pueblo lo ignoraba o poco menos. No
consideraba a los anarquistas sino desde un solo aspecto especial, parangonándolos
a todos con Vaillant, y su simpatía, innegable, al guillotinado, le llevaba
insensiblemente a aprobar sus misteriosas teorías... El pueblo que se deleita
con el misterio, y que se enamora de los individuos cuando más velados se le
aparecen por una oculta potencia, atribuía a los anarquistas una formidable
organización secreta
Y este carácter misterioso que seducía al pueblo más
miserable era atribuido a la anarquía por los grandes rotativos, llenos en
aquel tiempo y siempre de fantásticas tremendas, de entrevistas imaginarias, de
fechas, de nombres todos equivocados, pospuestos y cambiados, pero todo
encaminado a llamar la atención del público sobre la anarquía. Tal vez -quién
sabe-, desde cierto punto de vista, todo esto haya sido un bien, en el sentido
de que provocó un movimiento de interés y de discusión en torno a la anarquía.
Pero este ecaso beneficio que haya podido reportar -beneficio que, por lo
demás, se habría obtenido igualmente con decir la simple verdad sobre los
hechos y las cosas, por sí mismos bastante interesantes- quedó neutralizado por
la influencia maléfica que toda esta confusión y desnaturalización de ideas
hubo de ejercer en el campo anarquista.
Porque es verdad que los que vinieron a nuestro campo
atraídos por el ruido de este falsa propaganda burguesa, modificaron
ciertamente, de un modo insensible, mejorándolas, sus ideas, y arrojaron mucha
arena que antes tomaron por oro de ley; pero desgraciadamente también es verdad
que, sin duda debido a su temperamento, que a ellos les predisponía, ha quedado
en ellos algo de lo antiguo, residuos o frutos de aquella influencia burguesa.
Cuando se toma una falsa dirección mental, pocos son los que saben o tienen
fuerza suficiente para rectificarla. Así tenemos que aquellos que vinieron a
nuestro campo por espíritu de represalia, por la miseria y la desesperación, y
que vinieron precisamente porque creyeron que la anarquía era aquella idea de
violenta represalia y de venganza que la burguesía les describió, se han negado
a aceptar lo que es concepción verdadera del anarquismo, es decir, la negación
de toda violencia y la sublimidad en el amor del principio de solidaridad. Para
estos individuos, la anarquía ha continuado siendo la violencia, la bomba, el
puñal, por una extraña confusión entre causa y efecto, entre medio y fin, y tan
verdad es esto, que cuando un Parsons declaró que la anarquía no es la
violencia, y cuando Malatesta les repite que la anarquía no es la bomba, casi
los tienen por renegados. A cuantos se afanan por corregir estos errores,
funestas degeneraciones burguesas, recordando que la anarquía no es un ideal de
venganza, que la revolución que desean los anarquistas debe ser la revolución
del amor y no del odio, que la violencia debe ser considerada como un veneno
mortal tan sólo empleado como contraveneno, por necesidad impuesta por las
condiciones de la lucha y no por deseo de causar daño, a los que dicen todo
esto, aunque sean los primeros en la abnegación y en la lucha, se les califica
de viles y cobardes por parte de todos aquellos que en el cerebro tienen
inoculada la palabra y burguesa teoría de la violencia que debe emplearse como
ley del Talión o de Lynk.
Como es sabido, la anarquía es el ideal que se propone
abolir la autoridad violenta y coactiva del hombre sobre el hombre, así como de
cualquier otra prepotencia, sea económica, política o religiosa. Para ser
anarquistas basta patrocinar esta idea y obrar lo más posible en consecuencia,
propagando en las mentes la persuasión de que sólo la acción directa y
revolucionaria del pueblo y de los trabajadores puede conducirles a la completa
emancipación económica y social. Todo aquel que esté animado por estos
sentimientos y tenga estas ideas y obre coherentemente con éstas y por ellas
luche y haga propaganda, es indudablemente anarquista, aun cuando a su sentido
moral le repugna cualquier acto de rebeldía o de venganza cometido por alguno
que se llame a sí mismo anarquista, y aún cuando éste persuadido de que todos
los actos de rebeldía individual son perjudiciales a la causa anarquista. Este
indicio podría estar equivocado en sus apreciaciones, pero esto no impide que
sea un anarquista coherente consigo y verdaderamente convencido y consciente.
Así, por ejemplo, hay anarquistas vegetarianos que incluyen
en sus doctrinas el vegetarianismo. Pero, sería muy extraño que éstos
sostuvieran que no es un verdadero anarquista el que no es vegetariano. De
igual modo es extraño que no se quiera tener por anarquista al que no aprueba o
no siente simpatía por el acto violento individual. Esta forma de propaganda
podría ser útil o nociva, pero no entra dentro de la doctrina anarquista; es,
simplemente, un medio de lucha que puede ser discutido, admitido en todo o en
parte, o excluido por completo, pero no constituye aquel artículo de fe -haciendo
uso de una frase católica-, fuera del cual no hay salvación, sin el cual no se
puede ser anarquista. Los que crean lo contrario y excomulguen papalmente a los
demás, simplemente porque éstos no sientan una soberana simpatía por Ravachol o
por Emilio Henry, éstos, en verdad, son víctimas de la propaganda calumniosa de
la burguesía, pues creyeron seriamente las afirmaciones de ésta cuando dijo que
la anarquía era la violencia y la bomba. Desgraciadamente, de estos miopes
intelectuales, tenemos aún bastantes en el ambiente anarquista.
No se detiene la influencia burguesa en esta sola cuestión
de la violencia, que tan divididos tiene los ánimos, sobre la que me he
extendido largamente porque es la más importante, y de la que volveré a hablar
después.
Tal vez algún lector recordará mi polémica con el amigo
Lavablero, acerca de la familia y del amor en la sociedad futura. Hice notar
que entre muchos anarquistas hay una deplorable tendencia a aceptar como
teoría propia todo lo que, o por lo menos mucho, los escritores burgueses
encontraron para tener una arma contra el anarquismo. Ya hemos visto que así ha
sucedido con la cuestión de la violencia. Igualmente ha ocurrido en esta otra
cuestión de las relaciones sexuales. Para desacreditarnos ante el pueblo, los
escritores burgueses, tomando pie de que nosotros criticamos el orden actual de
la familia, a base de autoridad, de interes y de dominio del hombre sobre la
mujer, han deducido que queremos la abolición de la familia, y, por lo tanto,
que queremos las mujeres en común, la promiscuidad, los hijos sin padre
conocido, con los relativos incestos, violencias carnales y todo cuanto de más
salvaje y al propio tiempo ridículo se pueda imaginar. Al contrario de todo
esto, la doctrina anarquista, ya desde su principio, no ha hecho más que
preconizar la purificación de los afectos de toda intromisión y sanción
extraña, sea de legisladores, o de sacerdotes, sea política o religiosa, y, con
esto, la emancipación de la mujer, libre e igual al hombre, la libertad del amor
sustraido a las violencias de la necesidad económica y de cualquier otra
autoridad extraña al mismo amor, en una palabra, la reducción de la familia,
restituida a sus bases naturales: la recíproca actuación amorosa y la libertad
de elección. Pues bien; no quiero decir que esta sana concepción del amor y de
la familia haya sido repudiada por los anarquistas para aceptar la brutal
concepción calumniosa de los burgueses; antes bien todo lo contrario. Pero la
calumnia burguesa no ha dejado de ejercer una cierta influencia en este
terreno. Aunque la inmensa mayoría de los anarquistas conservan en toda su
pureza el concepto del amor libre sobre la base de la libre unión, no ha
faltado, de vez en vez, alguno que, dando la razón a los críticos burgueses, ha
confundido la libertad del amor con la promiscuidad en el amor. Tan verdad es
esto, que hace algunos años, metió cierto ruido la teoría de la pluralidad de
afectos, del amorfismo en la vida sexual, el cual quiso basarse en
extravagancias seudo científicas, teoría que más tarde fue reconocida
fantástica por el que más de entusiasta fue de ella.
Ahora bien, aunque atenuada, esta teoría amorfista sobre el
amor tenía un origen burgués, consecuencia de la manía de muchos
revolucionarios que abrazan como óptima cosa todo lo que ven que los
conservadores combaten con horror, aunque éstos no lo atribuyen con fines
denigratorios. Lo mismo sucedió con la organización. Los anarquistas han
sostenido siempre que no hay vida fuera de la asociación y de la solidaridad y
que no es posible la lucha y la revolución sin una organización preordenada de
los revolucionarios. Pero a quienes les convenía más pintarnos como factores de
la anarquía, en el sentido de confusión, comenzaron a decir que eramos
amorfistas, enemigos de toda organización, y con tal objeto desenterraron a
Nietszche y después a Stirner... Muchos anarquistas mordieron el anzuelo, y muy
en serio se convirtieron en amorfistas, stirnerianos, nietszcheanos, y otras
tantas parecidas diabluras: negaron la organización, la solidaridad y el
socialismo, para acabar algunos restaurando la propiedad privada, haciendo de
este modo, precisamente, el juego de la burguesía individualista. Sus ideas se
convirtieron, valiéndose de una frase de Felipe Turati, en la exageración del individualismo
burgués. De esta manía de aceptar como bueno todo lo que nuestros enemigos
creen malo, se podría buscar el origen hasta en el espíritu del todo humano, de
contradicción y de contraste: Mi enemigo cree que esto es malo, pero como
mi enemigo no tiene nunca la razón, lo que él cree malo, es, bien al contrario,
una excelente cosa. Muchos más hombres de los que nos figuramos, especialmente
entre los revolucionarios, hacen ese razonamiento, que por casualidad puede ser
exacto en los hechos, pero en sí mismo es equivocadísimo. Si nuestro enemigo
dice que es peligroso tirarse de cabeza en un pozo, ¿vamos a contradecirle
diciendo que es muy bueno hacerlo? Pues este espíritu de contradicción, y hasta
diré de despecho, más frecuentemente de lo que se cree es el guía de muchos
hombres en las luchas políticas y sociales.
¡Ah! ¿Nos llamáis malhechores? Pues bien, sí, somos
malhechores. ¡Cuántas veces esta frase ha serpenteado en el lenguaje de algunos
anarquistas, que hasta tienen un ¡himno de malhechores! Todo esto, con cierta
ponderación, y como desafío al enemigo, puede pasar y hasta puede parecer un
bello gesto. Pero no hay que admitir en serio que los anarquistas somos
malhechores... Suele ocurrir que, a fuerza de repetir ese paradoja, alguno
acaba por tomarla como verdad demostrada, ¡Quod erat demonstrandum! exclama
triunfante la burguesía, la cual, después de habernos calificado de ladrones,
petroleros, enemigos de la familia y malhechores, oye satisfecha que, aunque
sea como simple acto de desafío, de amenaza y de desprecio, le damos la razón.
Es necesario, pues, evitar esto y guardarnos mucho de encariñarnos con las
paradojas.
El espíritu de contradicción que empuja a decir y hacer
precisamente y siempre, a muchos revolucionarios, lo contrario de lo que hacen
y dicen los conservadores y los burgueses, significa, en definitiva, sufrir la
influencia de éstos. Así, cuando oigo a muchos anarquistas que se encarnizan
contra algunas inícuas satisfacciones de los sentidos y del sentimiento, contra
ciertas representaciones simbólicas y manifestaciones públicas de las ideas,
contra algunas actitudes sentimentales o artísticas, contra dadas
manifestaciones comunísimas de la vida familiar y social, no porque contradigan
en modo alguno las ideas anarquistas, sino solamente porque también los
burgueses hacen lo mismo o algo parecido, me entran grandes deseos de
preguntarles si están dispuestos a renunciar a comer todos los días por la
razón de que también los burgueses comen todos los días.
Procuremos, mejor, nuestra comodidad y busquemos nuestro
placer, independientemente de lo que puedan hacer nuestros enemigos. Procuremos
hacer, señaladamente, lo que beneficie la propaganda de nuestras ideas, sin
preocuparnos de si los burgueses hacen en pro de los suyos lo contrario o lo
mismo que nosotros. Comportándonos de otro modo, haríamos como aquel marido de
la fábula que para contrariar a su mujer se hizo aquella amputación quirúrgica
que servía para fabricar cantores para la Capilla Sixtina.
Procuremos, en suma, que nuestro movimiento camine sobre
carriles propios, fuera de la influencia directa o indirecta de la ideología y
de la calumnia burguesa, independientemente, sea en sentido positivo sea en
sentido negativo, de la conducta conservadora, y habremos hecho obra revolucionaria
y eminentemente libertaria, puesto que la teoría libertaria nos enseña que
debemos emanciparnos social e individualmente de todo preconcepto, de toda
influencia que no responda directamente y no derive de nuestro interés, de
nuestra libertad y de nuestra voluntad, entendidos en el sentido positivo de la
palabra.
EL USO DE LA VIOLENCIA Y LOS ANARQUISTAS
Más adelante hablaremos, aparte, acerca de aquella
violencia, del todo verbal, usada, y desgraciadamente en boga, entre los
propagandistas de los partidos revolucionarios; de aquella especial violencia
que tiene el desmérito de gastar y deformar las ideas, de dividir los ánimos y
cavar surcos de rencor hasta entre gentes que tal vez estén mucho más de
acuerdo de lo que a primera vista parece. Esta violencia en la propaganda y en
la polémica, que es más dolorosa que una cuchillada cuando se emplea entre compañeros,
y que cuando se emplea contra los adversarios consigue el objeto contrario del
que se propusieron los propagandistas, aleja de nuestras ideas la atención del
público y levanta entre nosotros y el mundo una muralla de separación que nos
reduce a la situación de eternos soñadores, de sempiternos gañones, de hombres
encerrados en limitación excesiva.
Ahora, nos ocuparemos solamente de la cuestión de la
violencia, y no ya sólo verbal, en la lucha revolucionaria contra la burguesía
y el estado, en relación con la filosofía anarquista.
Hablando antes de la degeneración verbalista de una parte
del anarquismo, o sedicente tal, por la influencia burguesa que empujó a
algunos espíritus sufrientes a aceptar todo cuanto la burguesía quiso atribuir
a los anarquistas, he tenido ocasión de repetir lo que ya he dicho infinitas
veces y lo que no me cansará nunca de repetir: que la anarquía es la
negación de la violencia, y que su objetivo final es la pacificación total
entre los hombres. Si otras veces no emplee estas mismas palabras, ciertamente
mi pensamiento era el mismo.
En efecto, la anarquía es la negación de la autoridad, y
busca eliminarla de las sociedades humanas. Un estado social anárquico será
solamente posible cuando ningún hombre pueda o tenga los medios de constreñir,
fuera de los de la persuasión, a otro hombre, a hacer lo que éste no quiera. No
podemos prever hoy si en un porvenir próximo podrá cesar también del todo hasta
la autoridad moral; tal vez es imposible que desaparezca del todo, ni siquiera sé
si es deseable que desaparezca, pero ciertamente ira disminuyendo a medida que
aumente y se eleve la conciencia individual de cada componente de la sociedad.
Hay una cierta autoridad que proviene de la experiencia, de
la ciencia, que no es posible despreciar y que sería locura despreciarla, como
sería locura que el enfermero se rebelase contra la autoridad del médico
referente a los modos de curar un enfermo, o el albañil no quisiese seguir las
instrucciones del arquitecto sobre la construcción de un edificio, el marinero
quisiese dirigir la nave contra las indicaciones del piloto. El enfermero, el
albañil y el marinero obedecen respectivamente al médico, al arquitecto y al
piloto voluntariamente, porque precedentemente aceptaron de una manera
libre la dirección técnica de éstos. Ahora bien: cuando se hubiese establecido
una sociedad en la que no hubiese otra forma de autoridad que la técnica, la
científica, o la de la influencia moral, sin el empleo de la violencia del
hombre sobre el hombre, nadie podría negar que sería una sociedad anárquica. No
hagamos equívocos con las palabras: entiendo hablar de la violencia material,
que se usa con la fuerza material, contra una o muchas personas, violando o
disminuyendo su libertad personal, en contra o a despecho de su voluntad, con
daño o dolor suyo, o simplemente con la amenaza del empleo de una tal
violencia. No puede decirse que conseguiremos una anarquía perfecta -pues nada
hay absolutamente perfecto en este mundo-, y la perfecta pacificación social;
pero es innegable que la ausencia de la violencia coactiva del hombre sobre el
hombre es la condición sine qua non para la posibilidad de existencia de una
organización social anárquica.
Entonces, naturalmente, sólo será posible y necesaria una
sola forma de violencia contra el propio semejante: la que tenga por objeto
defenderse contra aquel que, habiéndose puesto por sí mismo fuera de la
sociedad y del pacto por todos libremente aceptado, no se contentase con
haberse salido del pacto y de la sociedad, sino que quisiese violar la libertad
y la tranquilidad de los demás. Los sospechosos y los que hacen oído de
mercader a la palabra de pacto socialponen el grito en las nubes como si
quisieran que ya desde ahora los socialistas-anarquistas tuviesen que fijar un
estado o un sistema de vida obligatorio para todos. Nada de esto. Enrique
Malatesta en su folleto Entre campesinos, plantea la cuestión claramente en
estos términos: Por lo demás -dice Jorge, uno de los personajes del
diálogo-, lo que queremos hacer por medio de la fuerza es poner en común
las primeras materias del suelo, los instrumentos de trabajo, los edificios y
todas las riquezas existentes. Respecto al modo de organizar y distribuir la
producción, el pueblo hará lo que quiera ... Se puede prever casi con certeza
que en algunos puntos establecerá el comunismo, en otros el colectivismo, en
otros tal vez otra cosa, y luego, cuando se hayan visto y tocado los resultados
de los sistemas adoptados, los demás irán aceptando el que les parezca mejor.
Lo esencial es que nadie intente mandar a los demás ni se apodere de la tierra
y de los instrumentos de trabajo. A esto sí hay que estar atentos, para
impedirlo si tal ocurriera...
Y a la pregunta de qué sería lo que haríamos si alguno
quisiera oponerse a lo que los demás hubiesen acordado en interés de todos, o
bien si algunos intentasen violar la ajena libertad con la fuerza, o se negasen
a trabajar, perjudicando así a sus semejantes, Malatesta responde: En el
peor de los casos... si hubiesen quienes no quisiesen trabajar, todo se
reduciría a arrojarles de la comunidad dándoles las primeras materias y los
intrumentos de trabajo para que trabajasen aparte... Entonces -cuando alguno
quisiese violar la libertad ajena- naturalmente sería necesario recurrir a la
fuerza, puesto que si no es justo que la mayoría oprima a la minoría, tampoco
es justo lo contrario; así como las minorías tienen derecho a la insurrección,
las mayorías tienen derecho a la defensa... En estos casos la libertad
individual no quedaría violada desde el momento en que: Siempre y en todas
partes los hombres tendrían un derecho imprescindible a las primeras materias y
a los instrumentos de trabajo, pudiendo, por tanto, separarse siempre de los
demás y permanecer libres e independientes.
Se comprende que el mismo razonamiento es válido para las
minorías, que tendrían siempre el derecho de rebelarse contra las mayorías que
quisieran violentar su voluntad y su libertad, pues si esto ocurriese, la
anarquía existiría sólo de nombre y no de hecho. Pero aún en este caso, se
trataría de violencia defensiva y no ofensiva, cuya necesidad demostraría en
último análisis, que la anarquía no había aún triunfado.
He aquí en qué sentido yo creo por lo que se refiere a la
sociedad futura socialista y libertaria, que la violencia debe usarse lo menos
posible y en todos los casos solamente como medio defensivo y nunca ofensivo.
Hablo siempre de la violencia contra otros hombres, puesto que, por lo demás,
la lucha para la vida contendrá siempre cierta dosis de violencia, sino contra los
hombres, ciertamente contra las fuerzas ciegas de la naturaleza. Como han
demostrado muy bien Gauthier, Kropotkin, Lanessan y otros, la lucha por la
vida, entre los hombres, debe ser sustituída, cada vez más, por la asociación y
el apoyo mutuo, la solidaridad por la lucha contra la naturaleza, a la que
debemos arrancar todo el bienestar que sea posible. Sería pueril, por ejemplo,
que porque decimos que la violencia debe ser siempre defensiva, se nos atribuya
la idea de que para abrir un túnel de ferrocarril tuviéramos que esperar a que
las montañas nos agredieran. Claro está que son siempre los ingenieros los que
las atacan.
Si, por lo demás, tuviéramos que hablar de la violencia que
se ha usado en el pasado y en el presente y de la que tenga que emplearse en el
porvenir, antes de que nos sea posible establecer una vida social sobre las
bases del apoyo mutuo y de la solidaridad... esto ya sería cosa bien distinta.
Por lo que se refiere al pasado, se necesitaría hacer todo
un estudio histórico para juzgar cuáles violencias han sido buenas y cuáles
nocivas, cuáles aportaron consecuencias útiles o dañosas al bienestar humano y
al progreso en general. Ciertamente, muchas guerras entre pueblos del pasado se
nos presentan como habiendo tenido efectos buenos, aunque la guerra en sí es
cosa malvada. Pero se podría, estudiándolas bien, divisar también sus efectos
perjudiciales, puesto que en sustancia los acontecimientos históricos no pueden
ser divididos de modo absoluto en buenos y malos, útiles o dañosos. Pero dejemos
aparte el pasado, sobre el cual mi opinión es la de que, en línea general, las
violencias sociales buenas y útiles en definitiva, han sido, más que todas las
demás, las de las varias revoluciones contra las diversas tiranías que han
oprimido a los pueblos, tanto las de objetivos políticos como las de
económicos.
Nadie pone ya en duda la utilidad de la violencia individual
y colectiva desde Armedio o Felice Orsini, desde la rebelión de Espártaco,
aunque plagada de saqueos, hasta las infinitas revueltas que constituyeron la
gran revolución francesa, tan larga y violenta. Pero, repito, dejemos el
pasado, ya que nos importa más el presente y, de éste, mucho más y de modo
especial, lo que al anarquismo se refiere.
Así, por ejemplo, ¿se podrá decir que hoy, en la lucha, es
siempre condenable la violencia? No, ciertamente. Un periódico de Roma me
preguntó sobre este particular, obtuvo de mí la repuesta, que no fue publicada,
de que la violencia no es un fin, sino un medio, y un medio que nosotros no
hemos elegido deliberadamente por amor a la violencia en sí, sino porque las
condiciones peculiares de la lucha nos han constreñido a emplearlo. En la
sociedad actual todo es violencia y por todos los poros absorbemos su
influencia y su provocación, y frecuentemente tenemos que devorar para no ser
devorados. Es, ciertamente, una cosa dolorosa, que está en esencial
contradicción, señaladamente, con nuestros principios anarquistas, pero ¿qué le
vamos a hacer? No depende aún de nosotros poder determinar ciertas formas de
vida social con preferencia a otras, ni poder escoger el género de relaciones
humanas más en armonía con nuestras ideas. Desde el momento en que no queremos
ser solamente una escuela de discusión filosófica, sino también un partido
revolucionario, en la lucha empleamos los medios que la situación nos consiente
y que los propios adversarios nos indican empleándolos ellos mismos.
En este sentido, se puede decir que los anarquistas y los
revolucionarios en su rebelión contra la explotación y la opresión, se encuentran
en estado de legítima defensa, ya que el oprimido y el explotado que se rebela,
no es nunca el primero en emplear la violencia, ya que la primera violencia que
se comete es en su daño por parte del que le oprime y le explota, precisamente
con la opresión y la explotación que son formas de violencia continua mucho más
terribles que no el acto impaciente de un rebelde aislado o aún el de todo un
pueblo en rebelión. Sabido es que la más sangrienta de las revoluciones no ha
causado nunca víctimas como una sola guerra de breve duración, o como un solo
año de miseria entre la clase obrera. ¿Se sacará de esto en conclusión que los
anarquistas desaprueban siempre la violencia, fuera del caso de defensa en el
sentido de un ataque personal o colectivo, aislado y pasajero? Ni por sueños, y
el que quiera atribuirnos una idea tan tonta sería a su vez tonto y maligno.
Pero sería también tonto y maligno quien desde otro punto de vista quisiera
argüir que somos partidarios de la violencia siempre y a toda costa. La
violencia, además de estar por sí misma en contradicción con la filosofía
anarquista, por cuanto implica siempre dolor y lágrimas, es una cosa que nos
entristece; puede imponérnosla la sociedad, pero si es cierto que sería
debilidad imperdonable condenarla cuando es necesaria, malvado sería también su
empleo cuando fuese irracional, inútil, o cuando se acoplara en sentido
contrario del que nos proponemos.
En todo, y a propósito de todo, los revolucionarios no deben
abdicar nunca de su propia razón. Si queriendo hacer un periódico, editar un
folleto, organizar una conferencia o un mítin, pensamos primeramente en medir
si vale la pena gastar tiempo y dinero y decidimos afirmativamente cuando
creemos que los efectos probables valen la energía necesaria para obtenerlos,
¿cómo no haríamos el mismo razonamiento cuando el gasto, como dice muy bien
Malatesta, se totaliza en vidas humanas, para ver si este gasto tendrá por lo
menos un resultado equivalente con otra tanta propaganda o en otro tanto efecto
prácticamente revolucionario? Ciertamente que en cuestiones de esta índole no
es posible tener una balanza de precisión para medir el pro y el contra de todo
acto; pero en sentido relativo las susodichas consideraciones conservan la
misma importancia: en líneas generales, el razonamiento debe ser preferido y
sustituir al azar o a la irracionalidad.
Así, para presentar un ejemplo, si en una revolución fuese
necesario, para hacerla triunfar, en un dado momento, pegar fuego a toda una
biblioteca, yo que adoro los libros, consideraría como delito el acto de quien
se opusiera al incendio, aunque considerase éste como una gran desventura. La
violencia del innovador es diferente de la del hombre que es violento por la
violencia en sí; la violencia del innovador, por implacable que sea, se emplea
con intelecto amoroso: comete piadosamente acciones crueles, decía Juan
Bovio. De igual modo le guía el amor cuando el cirujano la emplea sobre un
enfermo; ¿Pero que diríais de un cirujano que sin preocuparse de la salud del
enfermo hiciese una operación por el gusto de hacerla, precisamente porque es
una bella operación?
Para presentar un ejemplo más propio, en Rusia, todos los
atentados contra el gobierno y sus representantes y sostenedores son
justificados hasta nuestros mismos adversarios más moderados, aún cuando hieran
a veces a inocentes; pero ciertamente los mismos revolucionarios los
desaprobarían si fuesen cometidos a ciegas contra gentes que pasan por la calle
o que están inofensivamente sentadas en un café o en un teatro.
La sociedad nueva no debe comenzar con un acto de vileza,
decía Nicolás Barbato en su memorable declaración ante un tribunal militar. En
efecto, sería vil pecar por exceso de sentimentalismo ante la historia cuando
la energía revolucionaria es un deber; pero sería asimismo erróneo esperar el
triunfo de la revolución de la violencia guiada por el odio, la cual, como dijo
muy bien Malatesta en un artículo, hace ya algunos años, nos conduciría a una
nueva tiranía aún cuando ésta se cobijara con el manto de la anarquía.
LA VIOLENCIA DEL LENGUAJE EN LA POLÉMICA Y EN LA PROPAGANDA
Una de las razones por las que a la propaganda
revolucionaria y especialmente a la anarquista, le es costoso hacerse escuchar,
y más aún persuadir a los que la escuchan, radica precisamente en que esta
propaganda se efectua en una forma y un lenguaje tan violento que en lugar de
atraer rechaza la simpatía y el interés de quienes escuchan. Recuerdo que la
primera vez que cayeron en mis manos y ante mis ojos periódicos anarquistas, su
estilo, en lugar de persuadirme me ofendía, y probablemente no habría llegado a
ser nunca un anarquista sin más que la lectura de los periódicos, no hubiera
abierto brecha en mi ánimo la discusión benévola con algún amigo y la atenta
lectura de los folletos y los libros, por su naturaleza mucho más serios y
serenos y nada virulentos. Y recuerdo asimismo, que lo que llamó mi atención y
simpatía hacia el anarquismo, fue precisamente la violencia del lenguaje con
que se le atacaba en aquel periodo -1892-1893-, por parte de los escritores
burgueses de todos los matices.
En aquella violencia de los ataques, advertía yo toda la
debilidad de los argumentos autoritarios, y más tarde fue precisamente esta
mezquindad de los argumentos contra el anarquismo lo que me persuadió, por una
parte de las razones libertarias, y por otra -persuasión que cada vez se ha
hecho más firme en mi ánimo-, de que en la polémica y en la propaganda, que es
cuando se trata de convencer y no de vencer, emplea un lenguaje más violento
aquel que se encuentra más pobre de argumentos. Desde entonces, cada vez que he
tenido que sostener una polémica, nunca me he sentido tan seguro de mi mismo
como cuando se me ha atacado groseramente: ¿Te enfadas? Pues es que no
tienes razón. Este ha sido en tales ocasiones mi pensamiento acerca de mi
adversario. Y me place que esta opinión mía he podido hallarla en todos los
anarquistas más notables por la ciencia y la cultura y por la eficacia de su
propaganda. En sus Memorias de un revolucionario, al narrar, Pedro Kropotkin la
fundación del Révolté, dice lo siguiente: Nuestro periódico era
moderado en la forma, pero sustancialmente revolucionario... Los periódicos
socialistas tienden a menudo a convertirse en una jeremiada sobre las
condiciones existentes... se describe con vivos colores la miseria y el
sufrimiento, etc. Para contrabalanzar el efecto deprimente que esta lamentación
produce, se recurre entonces a la magia de las palabras violentas, con las
cuales se pretende dar ánimo a los lectores... Yo creo, al contrario, que un
periódico revolucionario debe dedicarse, sobre todo, a recoger los síntomas que
por todas partes preludian el advenimiento de una nueva era, la germinación de
nuevas formas de vida social, la rebelión que aumenta contra las viejas
instituciones. Hacer sentir al obrero que su corazón late al unísono con el
corazón de la humanidad en el mundo entero, que toma parte en su rebeldía
contra la secular injusticia, en sus tentativas para crear nuevas condiciones
sociales... He aquí cuál debería ser la misión principal de un periódico
revolucionario.
Puesto que el objetivo de la propaganda es persuadir, es
necesario saber emplear un lenguaje apropiado. Recuerdo el caso de un
anarquista francés que en sus artículos, conferencias, y hasta en sus
conversaciones familiares, lo primero que hacía era tratar a sus adversarios de embrutecidos,
fuesen curas o burgueses, republicanos o socialistas, y hasta a los anarquistas
que no pensaban como él. Imaginaos a un adversario que nos tratara tan
groseramente. De no terminar a puñetazos es seguro que no nos persuadiría aunque
tuviese mil veces la razón.
¿Deberemos, pues, ponernos los guantes para contender con
nuestros enemigos y con los que engañan al pueblo? No, ciertamente. Pero mejor
sería que la violencia estuviera en los argumentos y no en la forma exterior
del lenguaje. Claro es que actualmente, habiendo ya el pueblo abierto algo los
ojos y odiando por ello a los dominadores, no hay necesidad de tener pelos en
la lengua. Pero suponed por un instante que estáis haciendo propaganda en medio
de un grupo de soldados no subversivos, o de campesinos que salen de misa, o de
jovenzuelos patriotas y monárquicos: ¿Diréis a aquellos soldados lo que pensáis
de su oficio, a los campesinos que su cura es un impostor y su religión una
porquería y a los jóvenes monárquicos que la monarquía es una basura?
Algunos me responderán que sí. Pues bien: no diré yo que en
tal caso mentiríamos; muy al contrario. Pero si nos hubíeramos propuesto hacer
propaganda, podríamos desde luego, renunciar a hacerla, porque nadie nos
escucharía, mientras que si con los hechos a la mano y con razones que
convenzan, en lugar de ofender, supiéramos demostrar la verdad, ésta acabaría
iluminando la mente de más un oyente. Naturalmente que con frecuencia es
necesario llamar a las cosas y las personas por su nombre pero es preciso que
sea un instante propicio y con razonamientos. Bajo la impresión de ciertos
hechos, sería vil y dañoso callarse la propia indignación. Pero indignarse
siempre, venga o no a cuento, todos los días, hasta cuando se habla del
materialismo histórico, de individualismo o de concentración del capital, es
pueril y se corre el riesgo de que los adversarios no nos tomen en serio,
habituando de tal modo a los enemigos a las palabras y frases gruesas, que
hasta para esto acaban perdiendo toda su eficacia.
Es como aquellos enfermos del estómago que usan
estimulantes; la violencia del lenguaje puede ser para el cerebro lo que esos
estimulantes para el estómago... Un estimulante enérgico, empleado una, dos ,
tres veces, o raramente, es eficaz para combatir muchos males gástricos y
producir una buena digestión. Pero si el estimulante lo empleáis todos los
días, a cada comida, acabáis por echaros a perder el estómago y no obtener de
él ningún beneficio, aunque vayáis aumentando la dosis.
Sé de países muy libres donde la propaganda escrita no tiene
obstáculos y la fantasía más desenfrenada y violenta puede atacar el universo
entero con toda la dinamita y petróleo de que quiera echar mano contra el vil
burgués. Como que en estos países la policía no hace caso, los que escriben con
semejante furia agotan pronto todo el repertorio de violencias y ningún efecto
causan sobre los lectores. Y lo malo es que cuando un día en que realmente
habría que elevar el tono de voz en los artículos y discursos, los escritores y
los oradores son impotentes para provocar la menor impresión en un público ya
cansado de tales virulencias. Y entonces la propaganda pierde tres cuartas
partes de su valor.
Frecuentemente, en la propaganda, somos violentos, no tanto
como para convencer como para despechar a nuestros adversarios, o para hacer un bello
gestoliterario. Es el caso de Tailhade, apologista de todos los atentados, en
prosa y en verso admirables, pero que después de un año de cárcel plegó las
velas y se metió en el partido nacionalista porque, de continuar como hasta
entonces, las cosas le habrían salido ya mal. Es el caso de un terrible
escritor individualista, poeta dinamitero, que nos insultaba y nos llamaba moderados...
desde América, que cuando regresó a Italia se inscribió inmediatamente en el
partido socialista legalitario.
También el bello gesto puede ser bueno y útil,
pero cuando se hace con valentía y dignidad, cuando la insolencia se lanza en
pleno rostro del enemigo y se aceptan todas las responsabilidades. Entonces la
palabra resulta un acto, se convierte en propaganda por el hecho. Más de uno
hemos visto que pasa por tímido entre los anarquistas y que, presentada la
ocasión, fue un héroe ante un tribunal o frente a las bayonetas, y en cambio
hemos visto a muchos terribles vozarrones que se aquietaron al asomar el
peligro, o, peor aún, hicieron papeles ridículos, como algunos de los más
violentos redactores del Sempre Avanti, de Liorna, y delOrdine, de Turin,
que en los años 1893-1894 escribían con una bomba de dinamita en la mesa de
redacción, pero que, llevados la tribunal renegaron de la anarquía, sacaron al
párroco por testigo de lo bondadosos que eran, después de haber comulgado
devotamente, o se llamaron anarquistas evolucionistas spencerianos y otras
cosas peores. Y menos mal cuando la violencia del lenguaje tenía la belleza
artística o contenía un concepto sustancialmente justo, pero en la inmensa
mayoría de los casos, las cosas dichas más violentamente lo son con un
vocabulario que causa risa o pena.
Naturalmente, lo antedicho debe entenderse cum gramu
salis, pues desgraciadamente en ciertos ambientes el lenguaje violento en la
propaganda y en la polémica se ha ido haciendo tan habitual, que muchos lo
creen indispensable y se ofenderán con mis palabras. Pero yo no hablo para
estos hombres de valentía y de lealtad, o mejor dicho, sí hablo para ellos,
para convencerles con las pruebas de hecho antedichas, de cuán dañoso es en
interés de las ideas persistir en métodos no adecuados, antes más bien
deletéreos. Si los que me leen son personas progresistas, razonables, no les
irritará que ponga mano en la llaga; irritará, indudablemente, a los pocos que
saben que obran mal e insisten en hacerlo por fines inconfesables de vanidad o
de éxito personal o de gloria seudorevolucionaria.
Hay muchos hombres, verdad es, que si hablan alto y fuerte
saben obrar también en consecuencia. Pero también hay otros que no se limitan a
ser moderados en los términos y en las formas, sino que lo son también en la
sustancia, en los hechos. Deploro lo que hacen éstos y admiro a aquellos y me
siento más cerca de ellos que de éstos, aunque nos separen diferencias
doctrinales o de táctica. No obstante, la verdad no cambia, o sea, que todo
debe estar proporcionado y tendente al fin que nos proponemos.
El fin de la propaganda y de la polémica es convencer y
persuadir. Ahora bien: no se convence y no se persuade con violencias en el
lenguaje, con insultos e invectivas, sino con la cortesía y la educación de los
modales. Solamente cuando se tiene delante una fuerza que nos amenaza y nos
oprime, un obstáculo material que nos impide el camino, una violencia opuesta
que no se puede vencer sin violencia -sea que se oponga a nuestra propaganda,
sea que brutalmente limite nuestra libertad y nuestro bienestar-, solamente
entonces es lógica la violencia; pero entonces, ser violentos... de palabra,
sería en extremo ridículo. Para presentaros una similitud, dire que es ridículo
querer persuadir a la gente con la violencia -sea del insulto o del palo- como
sería ridículo querer vencer una insurrección con simples argumentos escritos o
hablados.
De acuerdo, como he dicho antes, en que no todos los que
gritan más violentamente son pusilánimes, como no todos los que hablan y
discuten moderadamente son de la madera de los héroes, pero el daño que a la
propaganda le proviene del hábito de los primeros es insuperablemente mayor del
que pueda provenir del hábito de los segundos. Si mañana, en la lucha material,
se muestra pusilánime el que no peroraba como un matasiete, será un mal,
pero un mal que pasará inobservado. Pero si resulta pusilánime el que voceaba a
todo pasto cosas terribles y se atrajo la antipatía de los que no pensaban como
él, el efecto será desastroso, y el pueblo y los adversarios tendrán motivos
plausibles a primera vista para no tomarnos en serio.
Verdad es que a veces, en tiempo de calma, se imponen en la
propaganda y en la polémica, la palabra ruda que azota el rostro cuando se
tiene delante un hecho que indigna o un adversario de reconocida mala fe. Pero
la palabra áspera de la protesta y de la bofetada moral tiene mucho más
eficacia cuando menos se emplea. Me explicaré. Si a un adversario que apenas
roza nuestra sensibilidad u ofende nuestras ideas, le arrojáis a la cara todo
el tintero de las insolencias sugeridas por vuestro resentimiento, el día en
que otro adversario verdaderamente vil y de mala fe os trate peor, entonces
sois impotentes para pararle los pies, puesto que las palabras que diréis
contra él no tendrán valor si las habéis ya lanzado contra otros por cosas de
menos importancia.
Probad, en cambio, a tener un lenguaje moderado en la forma,
pero que sustancialmente diga por completo y sin transigencias todo vuestro
pensamiento, y habituad a vuestros lectores a las formas corteses de la
polémica, y veréis como, cuando por un motivo serio levantéis el tono de la
voz, seréis comprendidos mucho más que si os obstináis en chillar como
energúmenos todos los días.
En la propaganda hay que procurar siempre hacer vibrar
alguna cuerda del alma humana, y esto os sería imposible si habituarais vuestro
espíritu al maximum de violencia. Después de la primera impresión,
sucede el hábito. Es como una persona que se impresionara enormemente al oír un
simple estallido de disparo de revólver y que no se conmoviera luego, lo más
mínimo, puesta en un campo de ejercicio de tiro. Y nosotros tenemos necesidad
imprescindible, de conmover. Es éste el modo de poder sinceramente llamar la
ajena atención sobre nuestras razones.
Se me puede objetar, y con razón, que vivimos en un ambiente
tal de violencia y de maldad, que no es siempre posible conservar la serenidad
deseable. Nadie pretende esto. Mis observaciones sólo tienen un valor
indicativo, de máxima, para los que más se dedican a la propaganda. Así, es
verdad que hay instituciones y personas hacia las cuales no es posible sentir
tolerancia y contra las cuales se tiene el sacrosanto deber, como dice un poeta
nuestro, de combatirlas sin respeto y sin cortesía.
Por ejemplo, cuando se habla del gobierno, sería pueril ir
en busca de eufemismos. Hablando mal de él, se es más elocuente.
Verdad es que cuando se habla mal de un canalla hay que
guardarse mucho de atribuirle actos que no ha hecho, a fin de no darle ocasión
con nuestro error, de que haga protestas de bondad y honradez. Por incurrir
demasiado en esta exageración, ha podido tener nacimiento en nuestros
adversarios, la irónica frase que dice: ¿Llueve? ¡La culpa la tiene el
gobierno! Más como todos los gobiernos, aunque no tengan la culpa de que
llueva, ocasionan daños mucho mayores, no hay que andarse con temores para
atacarles crudamente. De gobiernos, curas y patronos, nunca se dirá bastante, y
si la violencia en la polémica y en la propaganda no se emplease sino contra ellos,
nada habría dicho, limitándome a poner de relieve el defecto señalado.
Pero la violencia del lenguaje en la polémica y en la
propaganda, la violencia verbal y escrita, que a veces se ha resuelto
dolorosamente en hechos de violencia material contra las personas, la violencia
que, sobre todo, deploro, es la que se emplea contra otros partidos
progresistas, más o menos revolucionarios, que esto poco importa, que están
compuestos de oprimidos y explotados como nosotros, de gentes que como nosotros
están animadas por el deseo de cambiar hacia un estado mejor la situación
política y social presente. Aquellos partidos, que aspiran al poder, cuando a
él lleguen, indudablemente serán enemigos de los anarquistas, pero como esto
está aún lejos de ser, como que su intención puede ser buena y muchos males de
los que quieren eliminar también queremos nosotros verlos suprimidos, y como
que tenemos muchos enemigos comunes y en común tendremos, sin duda, que librar
más de una batalla, es inútil, cuando no perjudicial, tratarlos violentamente,
dado que por ahora lo que nos divide es una diferencia de opinión, y tratar
violentamente a alguno porque no piensa u obra como nosotros es una
prepotencia, es un acto antisocial.
La propaganda y la polémica que hacemos entre los elementos
de los demás partidos, tiende a persuadirles de la bondad de nuestras razones,
a atraerlos a nuestro ambiente. Lo que hemos dicho anteriormente en líneas
generales, es decir, que se persuade mal al que se trata mal, es más aplicable
en línea particular tratándose de elementos asimilables: de obreros, de
jóvenes, de inteligencias ya despiertas, de hombres que ya están en camino
hacia la verdad. El choque de la violencia, al contrario, lejos de empujarles,
los detiene en este camino, por reacción. Algunos de sus jefes pueden obrar de
mala fe, pero decidme: ¿estamos seguros de que entre nosotros no haya también
personas que obren del mismo modo? Debemos procurar atacarles cogiéndoles, como
suele decirse, en el garlito, cuando realmente se ve que obran de mala fe, y no
involucrar en el ataque a todo el partido. Ciertamente que muchas doctrinas
suyas son erróneas, pero para demostrar su error no son necesarios los
insultos; algunos de sus métodos son nocivos a la causa revolucionaria, pero
obrando nosotros de modo diferente y propagando con el ejemplo y la
demostración razonada, les enseñaremos que nuestros métodos son mejores.
Todas las consideraciones de este trabajo me han sido
sugeridas por la constatación de un fenómeno que he observado en nuestro campo.
Nos hemos acostumbrado tanto a ahuecar la voz siempre y en todo, que hemos ido
perdiendo gradualmente el valor de las palabras y de su relatividad. Los mismos
adjetivos despreciativos nos sirven de igual modo para atacar de frente al
cura, al monárquico, al republicano, al socialista y hasta al anarquista que no
piense como nosotros. Y eso es un defecto primordial. Si alguna diferencia se
establece, más bien es en beneficio de nuestros peores enemigos. Se puede decir
que los anarquistas y los socialistas no hemos dicho nunca tantas insolencias a
los curas y a los monárquicos como a los republicanos, y que los anarquistas
nunca dijeron tantas a los burgueses como llevan dichas a los socialistas. Más
diré todavía: especialmente en los últimos tiempos, ha habido anarquistas que
han tratado a otros anarquistas, que no pensaban exactamente como ellos, como
jamás trataron a los clericales, explotadores y policías juntos.
Sin querer insistir sobre las innumerables veces que entre
buenos compañeros nos hemos llamado mixtificadores, clericales, locos,
cobardes y otras lindezas semejantes, basta un ejemplo que he hallado y
que cito con disgusto, en un periódico que se llama anarquista. Helo aquí: en
la lista de los suscriptores había un donante que firmaba -no quiero decir su
nombre- augurando que en el Congreso de los socialistas-anarquistas, que
entonces se preparaba para ser celebrado en Roma, se les arrojara a los
congresistas una bomba. Parecerá una burla, una triste burla por cierto, si
toda la índole del periódico no fuese un testimonio de que aquella frase
expresaba verdaderamente un rencor, casi un odio.
Suele decirse que entre hermanos es donde más abundan las
peleas... Triste hermandad por cierto. Yo pienso que urge reaccionar contra
estos métodos dolorosos y lamentables, y el único medio adecuado me parece que
será el de no recoger nunca los insultos, o, a lo sumo, limitarse a señalar a
quien emplea semejante lenguaje del mismo modo que señalamos a los que vienen a
sembrar la discordia y la confusión en nuestro campo. A estos antes nos
conviene hacerles el honor de la discusión, y si nos vemos obligados a
discutir, jamás debemos imitar su estilo ni descender a su terreno, tanto si se
trata de adversarios más o menos afines, como si se trata de sedicentes compañeros.
En lugar de discutir con ellos sobre ideas, mejor será darles nociones de
educación.
Y aún creo que sería mejor que procurásemos conocernos, y,
sobre todo, trabajar sin perder nunca de vista que en frente tenemos al
enemigo, al verdadero enemigo que acecha el momento de nuestra debilidad para
asestarnos sus golpes. Porque nunca como en medio de los partidos en que la
acción es la única razón de vida, se puede decir con mayor motivo que el ocio
es el peor de todos los vicios y el primero de éstos es el de la discordia. No
siempre, especialmente entre los que saben manejar la pluma, la violencia
contra los compañeros o contra los amigos de los partidos afines, se emplea del
modo más rudo, que acaso no sería peor. ¡Cuántos alfilerazos propinados con sabia
malignidad! ¡Cuántas elegantes ironías, cuánto sarcasmo, cuánto deseo de tumbar
a un adversario! Especialmente se usan estas armas cuando sabemos que no
tenemos razón, cuando la conciencia nos dice que atacamos a quien no lo merece
y a quien más bien es digno de alabanza. Y entonces, por tratarse de persona
superior, se daña doblemente la propaganda, porque no tan sólo no logramos
convencer al atacado, sino que disgustamos a los demás que le estiman.
Otro defecto gravísimo cuando se polemiza con alguno y se le
critica, es el de suponerle a priori de mala fe. Naturalmente, con quien
discute de mala fe, es necesario poder aducir pruebas evidentes para todos.
Bastará presentar estas pruebas para dar por terminada decorosamente la
polémica. Y si la prueba no puede darse, y no se tiene la certeza absoluta,
sería erróneo basar una ruda polémica sobre presunciones vagas y simples. Es
preferible, aunque se sospeche lo contrario, suponer una buena fe en el
adversario, sin perjuicio de vapulearle cuando más tarde su mala fe resultase
evidente. En general, cuando se trata de propaganda o de polémica proselitista,
es necesario plantear la discusión sobre la base de la recíproca buena fe
admitida a priori, dado que el objeto es convencer con preferencia al
mayor número posible de oyentes afines del adversario. Si me pongo a discutir
con un jefe de partido político sobre la conquista de los poderes públicos, sé
muy bien que difícilmente lograré convencerle, pero lo que primordialmente me
interesará es hacerme escuchar de la gente que le sigue. Pues bien: para que
sea posible una discusión semejante, para no darle pretexto de negarse a la
controversia, tendré interés en tratarle como si fuese de buena fe.
Por lo demás, este deber de tratar con respeto a las ideas y
las personas que las sostienen, se impone cuando se discute con gente que no
conocemos y que vive lejos de nosotros. Imagináos que tuviéramos que discutir
con otros anarquistas de localidades distintas a la nuestra. ¿Qué se diría si
les tratásemos como si fuesen gentes equívocas y de mala fe, basándonos en la
arbitraria interpretación de un hecho aislado o sobre frases que se nos han
dicho de ellos, o sobre un artículo de un periódico, o sobre cualquier otro
dato simple de esta índole? ¿Qué se diría si les imputáramos errores en que
acaso nosotros mismos hubiésemos incurrido? ¿Qué se diría si les atribuyéramos
ideas que no tienen, propensos a pensar de ellos mal antes que bien? ¿Qué se
diría, en suma, si les tratáramos, no como a compañeros sinceros, sino como a
gente mal intencionada y adversaria a la que se debe o se quiere vilipendiar o
anular? Pués se diría que somos unos mal educados, unos maliciosos, unos
intolerantes que pretenden ahogar la voz del que no piensa como ellos. Se diría
que más deseamos difamarles para arrebatarles la estimación del público que les
sigue, y por espíritu de supremacía a todo trance. Tal vez no fuesemos tan
culpables, pero se tendría razón en suponerlo.
Puesto que estamos hablando de la violencia en el lenguaje,
hablemos también, antes de terminar, de aquella violencia dirigida, no ya
contra las personas, sino contra las ideas, y a la que podríamos llamar violencia
retórica.
Cuando hacemos propaganda, tenemos la costumbre, para causar
más impresión, de hablar y escribir de modo figurado, por medio de contrastes,
de hipérboles, de similitudes. Es un método natural, al que nos obliga el tener
que dirigirnos a personas o poco cultas o de ánimo sencillo, y, por lo tanto,
más impresionables, a las cuales nuestras ideas se les pueden inculcar más viva
y sentidamente en forma imaginativa que con razones demasiado frías y
matemáticas.
Pero esta utilidad tiene un peligro. Por la tendencia
natural que todos tenemos a exagerar el argumento y las imágenes cuando
escribimos o hablamos de cosas que nos apasionan, la misma exageración consigue
a veces neutralizar el efecto de nuestras palabras.
En el fondo, muchas de las consideraciones ya desarrolladas
sobre la apreciación de las personas, son, en cierta medida, válidas también
para la apreciación de los hechos.
Para explicar mi pensamiento, me valdré de un ejemplo
personal. Una vez me encontraba entre buenísimos compañeros reunidos en una
ciudad de las Marcas. Era el día veinte de septiembre, aniversario de la caída
del poder temporal de los papas. Entre otras cosas, se me escapó decir que ésta
era una fecha de importancia histórica relevante y que para el progreso la
caída del poder temporal fue una fortuna. ¡Qué efecto produjeron mis palabras!
Habituados los compañeros a decir y a oir decir todos los días que actualmente
estamos peor que bajo el gobierno de los curas, habían acabado por creerlo, y
por más que me esforcé por dar mis razones y en demostrar que no por esto me
había vuelto monárquico, aquellos compañeros se quedaron con la convicción de
que yo era un anarquista muy poco convencido y muy poco conciente.
Otro ejemplo: hace algún tiempo, leí en un periódico
anarquista, a propósito de la política anticongregacionista francesa, un bello
artículo sobre la inanidad de la legislación anticlerical, en lo cual yo estaba
de completo acuerdo con el articulista. Pero la conclusión del artículo era que la
mentira laica es más peligrosa que la mentira religiosa. La mentira es siempre
despreciable, sea laica, sea religiosa, sea anarquista. Pero en el sentido que
a la palabra mentira daba el articulista, la conclusión suponía un
gran error. Y este error consistía en tener por peor la tiranía laica que la
religiosa.
Entendámonos. A mi me parece que los anarquistas no debemos
hacer muchas distinciones: que el gobierno, sea monárquico, teocrático,
socialista o republicano, es para nosotros casi lo mismo y que debemos
combatirlos a todos.
Pero si alguna distinción debe hacerse, no debemos hacerla
precisamente a beneficio de los peores. Por esto no puede decirse que la
mentira laica sea peor que la religiosa.
La mentira religiosa es siempre la más potente y nociva de
todas, en modo superlativamente mayor que la laica, la cual, no por mérito
suyo, sino por su debilidad intrínseca, es menos nociva. Y de hecho, más
facilmente venceremos a ésta que a aquella.
Me explicaré mejor. Si sois víctimas de un accidente y, al
mismo tiempo, sufrís de mal de muelas, seguramente, refiriéndoos al segundo
caso no diréis en serio que es peor el mal de muelas que un ataque de
apoplejia. Ciertamente, es preferible no sufrir de ninguna de las dos cosas, de
acuerdo. Pero si alguna distinción se debe hacer, francamente, preferimos el
dolor de muelas. ¿No os parece?
Esto mismo decía Carlos Malato a propósito de la revolución
rusa de 1905, polemizando con ciertos compañeros que sostenían, por amor a las
hipérboles, que en Francia se estaba peor que en la Rusia de los zares,
exageración que llevaba a la consecuencia de desinteresarse por el movimiento
ruso y no tomar parte en la protesta que el mundo intelectual y obrero de París
llevaba en pro de los revolucionarios rusos. Bien contrario era lo que debía
decirse. Debía decirse que si el gobierno francés era más liberal que el ruso,
no es por mérito suyo, sino porque el pueblo francés supo hacer la revolución,
la Comuna, y, por tanto, ha sabido resistir a todas las violencias reaccionarias.
Debía decirse: deseamos que el pueblo ruso sepa hacer más que el pueblo
francés, y mejor...
Deben, pues, dejarse a un lado las exageraciones inútiles,
las inútiles violencias, las polémicas fraticidas; y debe trabajarse para hacer
algo, por poco que sea, pero algo, en lugar de perder el tiempo charlando
demasiado.
Luigi Fabbri