Max Stirner vio la luz en Bayreuth (Baviera) el 25 de
octubre de 1806. No fue un escritor de una fecundidad extraordinaria, pues los
cuidados de la existencia le acapararon demasiado tiempo. De sus escritos, sólo
uno se ha mantenido a flote, un volumen en el cual se entregó por entero, en el
que expresó todo su pensamiento y procuró indicar un camino de salida a los hombres
de su tiempo: El único y su propiedad.
Existe Stirner y su obra, existe El único y su propiedad y
el “stirnerismo”. Ocurrió que al dirigirse a los hombres de su tiempo, Max
Stirner se dirigió a los hombres de todos los tiempos, pero sin asumir el aire
o gesto de profeta tronando teatralmente desde el fondo de su caverna que tan
bien sabía arrogarse Nietzsche. Stirner no se presenta tampoco a nosotros como
un profesor enseñando a sus alumnos: habla a todos los que quieren oírlo, tal
como un conferenciante o como un conversador que ha reunido en torno suyo a un
auditorio de todas las categorías, tanto de manuales como de intelectuales. Por
esto, para comprender el alcance del stirnerismo, hay que suprimir de El único
y su propiedad todo lo que es relativo a la época en que este libro fue
escrito. Sin este trabajo preparatorio, corre el riesgo de asaltar al lector la
tentación de que se halla en presencia de una confesión o de un testamento
filosófico.
Hecha esta supresión, tiene uno ante sí un árbol robusto y
bien plantado, una doctrina perfectamente coherente y ya no se sorprende uno de
que hubiese dado origen a todo un movimiento. El stirnerismo considera que la
unidad humana es la base y la explicación de la humanidad; sin lo humano no hay
humanidad, la totalidad no se comprende más que por la unidad. Es lo mismo
detenerse en seguida si uno no asimila estas premisas. Esta unidad sociológica
no es un ser en transformación ni un superhombre, sino un hombre como tú y como
yo que su determinismo impulsa a ser como debe, y como puede ser –nada más ni
menos que lo que tiene fuerza o el poder de ser–. Pero el hombre que nosotros
conocemos, ¿es lo que su determinismo quería? En otros términos: ¿es lo que
debía y lo que podía ser? Ese hombre que tropezamos en los lugares de placer o
de trabajo, ¿es un producto natural o una confección artificial, es
voluntariamente el ejecutor del contrato social o no se aviene a él más que
porque educación, prejuicios y convenciones de toda especie le atiborran el
cráneo? Es este problema el que el stirnerismo va a tratar de resolver.
Primer tiempo. Para volver a poner al individuo en su
determinismo natural, el stirnerismo empieza a conmover todos los pilares sobre
los que el hombre de nuestro tiempo ha edificado su casucha de miembro de la
Sociedad: Dios, Estado, Iglesia, religión, causa, moral, moralidad, libertad,
justicia, bien público, abnegación, sacrificio, ley, derecho divino, derecho
del pueblo, piedad, honor, patriotismo, justicia, jerarquía, verdad, en una
palabra, los ideales de toda especie. Esos ideales, los del pasado como los del
presente, son fantasmas emboscados en “todos los rincones” de su mentalidad,
que se han apoderado de su cerebro, que se han instalado en él y que impiden al
hombre seguir su determinismo egoísta.
Batiéndose en retirada unos tras otros los
prejuicios-fantasmas y derrumbándose sucesivamente las columnas de su fe y de
sus creencias, el individuo vuelve a hallarse solo. Al fin, es él, su Yo queda
libre de toda la ganga que lo comprimía y que le impedía mostrarse tal cual es.
Ha quedado hecha la tabla rasa, los nubarrones que oscurecían el horizonte han
desaparecido, el sol brilla con todo su esplendor y el camino está libre. El
individuo no conoce más que una causa: la suya, y esta causa no la basa sobre
nada exterior, sobre ninguno de esos valores fantasmales de los cuales estaba
antes atiborrado su cerebro. Es el egoísta en el sentido absoluto de la
palabra: su potencia es en lo sucesivo su único recurso. Todas las reglas
exteriores se han derrumbado; ha quedado libre de la opresión interior, mucho
peor que el imperativo exterior; forzoso le es ahora buscar en sí sólo su regla
y su ley. Es el único y se pertenece, en toda propiedad. No hay para él más que
un derecho superior a todos los derechos: el derecho a su bienestar. “La
aflicción debe desaparecer para dejar lugar a la satisfacción.”
Pensad adónde ha llegado el único. Ni una verdad existe
fuera de él. No hace nada por el amor de Dios o de los hombres, sino por el
amor de sí. No existe entre su prójimo y él más que una relación: la de la
utilidad o la del beneficio. De él solo se derivan todo derecho y toda
justicia. Lo que quiere es lo que es justo. Lejos, pues, de toda causa que no
sea la suya. Es él mismo su causa y no es ni “bueno” ni “malo” (ésas son
palabras). Declárase enemigo mortal del Estado y el adversario irrespetuoso de
la propiedad legal.
Algunas citas sacadas de El único y su propiedad harán
comprender que Stirner no ha perdonado nada y que ningún ídolo halló gracia
ante sus ojos:
“Siempre se pone un nuevo amo en el lugar del antiguo, no se
demuele sino para reconstruir y toda revolución es una restauración. Ésta es
siempre la diferencia entre el joven y el viejo filisteo. La revolución comenzó
como pequeña burguesa por la elevación del Tercer Estado, de la clase media, y
sube como simiente sin haber salido de su trastienda.”
“Si os sucediera, aunque no fuese más que una vez, el ver
claramente que el Dios, la ley, etc., no hacen sino importunaros, que os
rebajan y os corrompen, es cierto que los arrojaríais lejos de vosotros, como
los cristianos derribaron, en otro tiempo, las imágenes de Apolo y de Minerva y
de la moral pagana.”
“En tanto quede en pie una sola institución que no esté
permitido abolirla al individuo, el Yo está aún muy lejos de ser su propiedad y
de ser autónomo.”
“La cultura me ha hecho PODEROSO, esto no admite tampoco
duda alguna. Ella me ha dado un poder sobre todo lo que es fuerza, así también
sobre los impulsos de mi naturaleza como sobre los asaltos y las violencias del
mundo exterior. Sé que nada me obliga a dejarme constreñir por mis deseos, por
mis apetitos y mis pasiones, y la cultura me ha dado con qué vencerles: soy su
dueño.”
“Aquel que derriba una de sus BARRERAS puede haber mostrado
con eso a los demás el camino y el procedimiento a seguir; pero el derribar sus
BARRERAS sigue siendo la misión de los otros.”
“Nos contentamos durante mucho tiempo con la ilusión de
poseer la verdad, sin que se le ocurriese al espíritu preguntarse seriamente si
no sería necesario, antes de poseer la verdad, el ser uno mismo verdadero.”
“Aquel que para existir tiene que contar con la falta de
voluntad de los demás, es buenamente un producto de aquellos otros, como el amo
es un producto del servidor Si cesara la sumisión se habría acabado la
dominación.”
“Para el hombre que piensa, la familia no es una potencia
natural, y debe hacer abstracción de los padres, de los hermanos, de las
hermanas, etc.”
¿A qué lugares empujará su determinismo al egoísta en el
cual se hizo tabla rasa de los prejuicios-fantasmas? Y he aquí el segundo
tiempo del stirnerismo.
Muy buenamente, hacia las riberas de la unión, de la
asociación… Pero una unión contraída voluntariamente, una asociación de
egoístas que no cultivarán el trato con los fantasmas del desinterés, del
sacrificio, del desvelo, de la abnegación, etc. Una asociación de egoístas
donde nuestra fuerza individual se acrecentará con todas las fuerzas
individuales de nuestros coasociados, donde uno se consumirá y se servirá
mutuamente alimentos. Una unión de la cual se servirá cada uno para sus propios
fines, sin que os importune la obsesión “de los deberes sociales”. Una
asociación que consideraréis como propiedad vuestra, como vuestra arma y como
vuestra herramienta y que abandonaréis cuando ya no os sea útil.
Pero no os imaginéis que la asociación, si persiste el
individuo en realizarse por medio de ella, no exige nada a cambio.
Evidentemente, la asociación stirneriana no se presenta como
una potencia espiritual superior al espíritu del asociado –la asociación no
existe sino por los asociados, pues es su creación–; pero he aquí: para que
ella realice sus fines y para que cada cual se sustraiga “a la opresión
inseparable de la vida en el Estado o en la sociedad” es preciso comprender
bien que no faltarán en ella “las restricciones a la libertad y los obstáculos
a la voluntad”. “Dando, dando.” Egoísta, amigo mío, tú consumirás a los demás
egoístas, pero a condición de aceptar el servirles alimentos. En la asociación
stirneriana se puede también sacrificarse a otros, pero no invocando el
carácter sagrado de la Asociación; sencillamente porque puede seros agradable y
natural el sacrificaros.
El stirnerismo reconoce que el Estado descansa sobre la
esclavitud del trabajo; que el trabajo sea libre y el Estado queda destruido en
seguida. Der Staat beruht auf der Sklaverei der Arbeit. Wird der Arbeit frei,
so ist der Staat verloren: he ahí por qué el esfuerzo del trabajador debe
tender a destruir el Estado o a pasarse sin él, lo que viene a ser lo mismo.
Tercer tiempo. Queda la forma en que el egoísta o la
Asociación de los egoístas luchará contra los hábiles y los astutos que hacen
uso de los fines de dominación y de explotación de los fantasmas que han tomado
posesión de los cerebros de los hombres. El stirnerismo no pretende desempeñar
el papel del Estado después de haberlo destruido o de haber proclamado su
inutilidad y forzar a los que no lo quieren o no pueden a formar asociaciones
de egoístas. El stirnerismo no preconiza la revolución. El stirnerismo no es
sinónimo de mesianismo. Contra los que poseen y explotan hasta el punto de no
dejar a los explotados ni pan que comer, ni lugar donde reposar su cabeza, ni
de pagarles el salario íntegro de su esfuerzo, la insurrección es natural y
conveniente la rebelión. Hay bienes improductivos al sol y cajas de caudales
llenas hasta desbordarse. ¡Qué diablo! Y nada de sentimentalismo cuando se
trata de afirmar su derecho individual o asociado al bienestar. El ego, guiado
por la propia conciencia, no podría desembarazarse de escrúpulos que podían
obsesionar a los hombres de cerebros habitados por fantasmas.
“La revolución ordena instituir e instaurar y la
insurrección quiere que uno se subleve o que se eleve.”
“Yo doy vueltas a un peñasco que obstaculiza mi camino hasta
que tenga bastante pólvora para hacerlo saltar; doy vueltas a las leyes de mi
país en tanto no tenga la fuerza de destruirlas.”
“Un pueblo no podría ser libre sino a costa del individuo,
pues su libertad no afecta más que a él y no es la emancipación del individuo;
cuanto más libre es el pueblo, más sujeto está el individuo. Fue en la época de
la mayor libertad cuando el pueblo griego estableció el ostracismo, expulsó a
los ateos e hizo beber la cicuta al más probo de sus pensadores.”
“Dirigíos a vosotros mismos mejor que a vuestros dioses o a
vuestros ídolos: descubrid en vosotros lo que está oculto, llevadlo a la luz y
reveladlo.”
Tal es la esencia del mensaje que Max Stirner, entregándolo
a los hombres de su tiempo, lo dirige a los hombres de todos los tiempos.
Hemos dicho que en Stirner había el hombre y la obra.
Después de haber hablado de la doctrina, hablemos de su fundador. Stirner no es
más que el nombre literario de Johann Caspar Schmidt y ese sobrenombre no es
más que un apodo debido a la frente (Mina en alemán) desarrollada del autor, de
El único y su propiedad y que él conservó para sus escritos. Uno de los
episodios de la vida de Stirner que más retiene nuestra atención es su
frecuentación, durante diez años, del club de los “Emancipados” (“Los Libres”),
agrupación de intelectuales animados por las ideas liberales de los espíritus
avanzados de antes de 1848. Se reunían en una cervecería y en la atmósfera
llena de humo de las largas pipas de porcelana, discutían sobre toda clase de
temas: teología (el libro de Strauss sobre Jesús acababa de aparecer entonces),
literatura, política (la revolución del 48 estaba próxima). Fue en 1843 cuando
Max Stirner, el hombre de aspecto impasible, de un carácter fuerte y
concentrado en sí mismo, se casó en segundas nupcias con una mecklemburguesa,
soñadora y sentimental, asidua también al club de los “Emancipados”, María
Daehnhardt. Sin embargo, su unión no fue feliz. La incomprensión mutua de los
dos esposos y las calumnias que insinuaban que Stirner buscaba una utilidad en
este casamiento, por la dote de su mujer, ocasionaron la ruptura en 1845.
Stirner continuó produciendo. El único y su propiedad data
de fines de 1844. Publicó sucesivamente de 1845 al 47 una traducción alemana de
las obras maestras de J. B. Say y de Adam Smith con notas y observaciones en
ocho volúmenes; en 1852, una historia de la reacción en dos volúmenes, toda de
su pluma; en 1852 también, la traducción de un ensayo de J. B. Say sobre el
capital y el interés, con observaciones… Después, ya no publicó nada. Sus
últimos años fueron míseros. Reducido a ganar su pan como podía, aislado,
encarcelado dos veces por deudas, sucumbió en 1856 a una infección carbonosa,
en una casa de dormir. Nuevas indagaciones de mi amigo John- Henry Mackay,
muerto en mayo de 1933, parecen atestiguar que el fin de su existencia no fue
tan miserable ni estuvo tan desprovisto de amistad como se creyó en un
principio.
Volvamos a la obra de Stirner. Uno de los pasajes más
notables de El único y su propiedad es aquel donde define la burguesía con
relación a los individuos sin posición social. Esta cita es la mejor respuesta
que puede darse a los que ven en Stirner y sus continuadores a individualistas
burgueses: “La burguesía se reconoce en que practica una moral estrechamente
ligada a su esencia. Lo que exige ante todo es que se tenga una ocupación
seria, una profesión honorable y una conducta moral. El caballero de industria,
la ramera, el ladrón, el bandido y el asesino, el jugador y el bohemio son
inmorales, y el buen burgués experimenta con respecto a esas ‘gentes sin
costumbres’ la más viva repulsión. Lo que les falta a todos es esa especie de
derecho de domicilio en la vida que proporcionan un comercio sólido, medios de
existencia asegurados, rentas estables, etc.; como su vida no descansa sobre
una base segura, pertenecen al clan de los ‘individuos’ peligrosos, al
peligroso proletariado: son ‘particulares’ que no ofrecen ninguna garantía y
que no tienen ‘nada que perder’ ni nada que arriesgar”.
“Toda vagancia desagrada al burgués, y existen vagabundos
del espíritu que, ahogándose bajo el techo que abrigaba a sus padres, se van a
buscar a lo lejos más aire y más espacio. En lugar de permanecer en el hogar
familiar removiendo las cenizas de una opinión moderada, en lugar de tener por
verdades indiscutibles lo que consoló y calmó a tantas generaciones anteriores
a ellos, franquean la barrera que cierra el campo paterno y se van por los
caminos audaces de la crítica, donde los lleva su indomable curiosidad de
dudar. Esos extravagantes vagabundos entran también en la clase de las personas
inquietas, inestables y sin reposo que son los proletarios, y cuando dejan
sospechar su falta de domicilio moral se los llama ‘perturbadores’, ‘cabezas
calientes’ y ‘exaltados’.”
“Podrían reunirse con el nombre de vagabundos conscientes a
todos los que los burgueses tienen por sospechosos, hostiles o peligrosos.”
Stirner no ha descendido hacia el pueblo como los Bakunine,
los Kropotkine y los Tolstoi, por ejemplo. No es un productor macizo, como
Proudhon, de prejuicios de burgueses medios y generosos; no es un sabio como
Reclus, doblado de un espíritu de bondad evangelista; ni un aristócrata como
Nietzsche; es uno de nosotros. Es un hombre que jamás gozó de una posición
segura y provechosa o desahogada. Conoció la necesidad de practicar los oficios
más diversos para vivir. La gloria que circunda a los proscritos célebres, a
los militantes revolucionarios o a los jefes de escuela, le fue desconocida.
Tuvo que arreglárselas como podía y en lugar de las señales de consideración
que la burguesía otorga, a pesar de todo, a ciertos ilustres revolucionarios,
no recibió más que las repulsas con que ella agobia a los individuos sin
situación y sin garantía.
Instruido por sus propias experiencias, Stirner trazó un
retrato del burgués mucho más sorprendente que el que hizo más tarde Flaubert, que
se situaba únicamente en el punto de vista estético. Para Stirner, la
característica del mundo burgués es el poseer una ocupación seria, una
profesión honorable, moralidad, en una palabra, lo que constituye un derecho de
domicilio en la vida. El burgués puede ser obrero o rentista, llamarse
republicano, radical, socialista, sindicalista, comunista, hasta anarquista;
puede pertenecer a una Logia, a la Liga de los Derechos del Hombre, a un Comité
electoral socialista y a una célula comunista; puede pagar también su
cotización a un partido revolucionario. En tanto que su vida descanse sobre una
base segura y en tanto que ofrezca garantías morales, burgués es y burgués
sigue siendo.
En la misma Alemania, sólo al cabo de cincuenta años
apareció una segunda edición de El único y su propiedad (1882). En 1893, la
gran casa editorial Reklam, de Leipzig, editaba este libro en su Biblioteca
Popular. Esto era hacerlo accesible a todos. En 1897, John-Henry Mackay, que
tanto trabajó para hallar huellas de Stirner y disipar el misterio que envuelve
su vida, publicaba la primera edición de Max Stirner, sein Leben und sein Werk.
En Francia, El único y su propiedad aparecía en 1900 en dos traducciones, la de
Robert L. Reclaire, en casa de Stock, y la de Henri Lasvigne en La Revue
Blanche. (En 1894, Henri Albert había traducido una parte de la obra en el
Mercure de France; un poco más tarde, Teodoro Randal había hecho lo mismo en
las Charlas Políticas y Literarias y en el Magazine Internacional.) En 1902,
era traducida al danés (con prefacio de Jorge Brandes) y al italiano (con
prefacio de Ettore Zoccoli); en 1911 apareció una segunda edición italiana, que
fue reimpresa en 1920. En 1907, precedida de un prefacio del autor de La
filosofía del egoísmo, James Walker, aparecía una traducción inglesa por Steven
T. Byintong, editada por Benjamin R. Tucker, con el título The Ego and his own.
En 1912, El único y su propiedad había sido además traducido al ruso (se
cuentan ocho ediciones de esta obra en esta lengua, la séptima traducida por
Leo Kasarnowski y la última data de 1920), al español, al holandés y al sueco.
En 1930, aparecieron dos traducciones japonesas, una de las cuales en edición
económica, por J. Tsuji. Creo que existen traducciones de El único en otras
lenguas. (He oído hablar de la traducción de El Único en diez y ocho lenguas,
pero no pude comprobarlo.) Con el título de Kleinere Schriften (‘pequeños
escritos’) John-Henry Mackay reunió los estudios, artículos, informaciones y
respuestas de Stirner a sus críticos aparecidos de 1842 a 1848. Conozco una
edición italiana de esta obra titulada Scritti minori. Traduje en L’en dehors
la crítica muy interesante que Stirner hizo de Los misterios de París, de
Eugenio Sue, y un extracto de El falso principio de nuestra educación.
Por Émile Armand