Salud por los pequeños detalles

Publicado el 24 septiembre 2014

A veces siento que todas las noches son iguales, como si viviera en un eterno loop psicotrópico. Salvo por pequeños detalles, puedo percatarme que no me encuentro en dicho laberinto temporal. Pequeños detalles, los cuales te hacen sentir vivo, creo. Quizás son los efectos del alcohol, las drogas y otras sustancias que consumo cada noche perdida en lamentos delirios malsanos de los desperdicios de la sociedad. Incluso llegando más lejos con esto, podría decir que los psicotrópicos y estupefacientes, son los que te mantienen vivo entre esos lapsos de cordura y rutina mecánica. Si, precisamente ellas son las que te dan la vida, los psicotrópicos. Diría drogas, pero para mí es un término muy amplio. Si nos ponemos sofistas, por así decir, casi todo lo que nos rodea, son drogas. Desde un cigarro, un beso, un vino, una canción una felación, o un café, se podrían decir que son drogas. Después de todo nos cambian la forma de percibir la realidad.

Pero dejando de lado los conceptos y divagaciones, esos pequeños detalles nocturnos, son con los que puedo cerciorarme de que estoy vivo y no muerto en vida, atrapado por la rutina plástico-burguesa de la sociedad neoliberal.
¡Ojo! Al percibir esos detalles que te mantienen con vida, no necesariamente son agradables para nuestro placer. Muchas veces son desagradables, unas infernales pesadillas venidas de la imaginación de Dante. Pesadillas de las cuales no pierdes detalle alguno de lo que observas y sientes. En muchas ocasiones, estos delirios quedan grabados con fuego en la retina de tu memoria.
Precisamente quiero llegar a una de estas experiencias. No recuerdo, donde, cuando o como ocurrió. Pero de ocurrir, ocurrió. De eso estoy muy seguro.

Fue una de esas noches típicas de sustancias y brebajes venidos de la manga de Dionisio. Mientras me encontraba caminando en las esponjosas aceras de la calles, sentía como una sombra casi simiesca, se escondía entre las sombras de la noche. Yo estaba seguro de aquel individuo estaba por allí merodeando. O creo que era la paranoia de algún psicotrópico actuando por mí. No lo sé, Pero ahí estaba el oscuro simiesco acechándome.

Al intentar perderlo fui serpenteando por las calles, hasta que me encontré de frente con una anónima mujer. Bueno, no tan anónima. Inconscientemente, sabía que la había visto antes. Su cara alargada me era muy familiar.
Ella me sonrió y como un acto-reflejo, respondí con una sonrisa. Ella me habló, pero no entendí nada de lo que me decía. Sus palabras viajaban muy rápido. Sus palabras eran balas, las cuales dejaban a mi dopado cerebro desarmado.
Ella nuevamente me sonrió, me tomó de la mano y me llevo por las nocturnas calles periféricas de Santiago.
Las calles todavía seguían esponjosas. Cada paso que daba, sentía como mi humanidad rebotaba en el cemento, que ya a estas alturas era una mohosa esponja grisácea.

En un momento en las que saltaba como un conejo feliz en la calle, me vi repentinamente teletransportado a una estrecha pieza muy claustrofóbica. A momentos, pensaba seriamente que los dos no podríamos estar dentro de esa caja tan mínima de espacio, sin que colapsaran sus paredes.
Además de ser tan pequeña esa maldita caja de fósforos, la pieza era muy calurosa, demasiado. A ratos sentía que estábamos en alguna chabola del ejército Sandinista, perdida en las húmedas selvas salvadoreñas.

Para no morir asado ahí, me saqué la ropa. Cuando subí la mirada y vi a mi anónima compañera de andanzas, ella ya estaba desnuda. Como estúpido le sonreí, ella observo tal acto de torpea y rió sutilmente.
Mordiéndose el labio, se abalanzó sobre mí, como una fiera. Yo me veía asustado e indefenso, como un niño perdido en un supermercado.
En ciertas ocasiones pensaba que no era una mujer, sino en realidad era un Súcubo. El cual en cada chupón y beso con el que me comía, me succionaba la poca vida que me iba quedando a esas horas de la noche. Luego de varios minutos succionándome la vida, se dio vuelta, quedando así yo de frente a su vulva. Mi Súcubo quería pasar a las ligas mayores. Al ver semejante escena, mi dopado cerebro comenzó a reaccionar y le gusto.

A duras penas levante mis manos y las pose sobre ella. Pareció agradarle a este movimiento al Súcubo, ya que se movió como una serpiente, es decir, como la vil serpiente que es este maldito ser.
Cuando me dispuse a lamerle, me percate de un espeluznante detalle. La bastarda serpiente no tenía clítoris. En donde vería encontrarse su clítoris, ella tenía un sucio y amarillento ojo, el cual furiosamente me observaba. Esa inquisidora y humeda mirada me perturbaron demasiado. Temeroso por lo sucedido y por mi integridad física, comencé a palpar los alrededores del ojo. Esto pareció no agradarle al ojo, mientras tanto al súcubo esta acción, le agrado bastante, se cuerpo se contorsionaba con mucha mayor violencia que antes.

Cada movimiento que yo ejecutaba, hacía que el amarillento ojo se inyectara más de sangre y rabia. Para incrementar más el odio de esa iracunda mirada, no se me ocurrió nada mejor que tocarlo directamente. El pestañaba rábicamente, mientras que el súcubo se encontraba en un éxtasis contorsionista.

Cuando me aburrí de molestarlo, con mis manos me dirigí cuidadosamente a su cavidad vaginal, y me adentré en esa cueva. Quería verificar que allí no hubiera dientes.
Lo último que quería en esos momentos era que esa extraña criatura que infernalmente me observaba y deseaba mi muerte, me mordiera.

Al tocar y asegurarme que no existieran dientes, un gran alivio bajo desde mi cabeza hasta mis pies. Al no encontrarse con dentadura, la mirada de mi vaginal amigo, cambió. Del profundo odio que proyectaba, paso a una miraba de gran tristeza y comenzó a llorar. Un espeso pus de color amarillo comenzó a bajar desde su lagrimal hasta las nalgas del Súcubo.

Pocas veces he sentido empatía con algún ser con vida. Esa miraba me causo esa empatía perdida por los años, y sentí como la tristeza salía de la jaula de mi pecho. Recordé lo insignificante y miserable que somos todos

ACEFALIA
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