A veces siento que todas las
noches son iguales, como si viviera en un eterno loop psicotrópico. Salvo por
pequeños detalles, puedo percatarme que no me encuentro en dicho laberinto temporal.
Pequeños detalles, los cuales te hacen sentir vivo, creo. Quizás son los
efectos del alcohol, las drogas y otras sustancias que consumo cada noche
perdida en lamentos delirios malsanos de los desperdicios de la sociedad.
Incluso llegando más lejos con esto, podría decir que los psicotrópicos y
estupefacientes, son los que te mantienen vivo entre esos lapsos de cordura y
rutina mecánica. Si, precisamente ellas son las que te dan la vida, los psicotrópicos.
Diría drogas, pero para mí es un término muy amplio. Si nos ponemos sofistas,
por así decir, casi todo lo que nos rodea, son drogas. Desde un cigarro, un
beso, un vino, una canción una felación, o un café, se podrían decir que son
drogas. Después de todo nos cambian la forma de percibir la realidad.
Pero dejando de lado los
conceptos y divagaciones, esos pequeños detalles nocturnos, son con los que
puedo cerciorarme de que estoy vivo y no muerto en vida, atrapado por la rutina
plástico-burguesa de la sociedad neoliberal.
¡Ojo! Al percibir esos detalles
que te mantienen con vida, no necesariamente son agradables para nuestro
placer. Muchas veces son desagradables, unas infernales pesadillas venidas de
la imaginación de Dante. Pesadillas de las cuales no pierdes detalle alguno de
lo que observas y sientes. En muchas ocasiones, estos delirios quedan grabados con
fuego en la retina de tu memoria.
Precisamente quiero llegar a una
de estas experiencias. No recuerdo, donde, cuando o como ocurrió. Pero de
ocurrir, ocurrió. De eso estoy muy seguro.
Fue una de esas noches típicas de
sustancias y brebajes venidos de la manga de Dionisio. Mientras me encontraba
caminando en las esponjosas aceras de la calles, sentía como una sombra casi
simiesca, se escondía entre las sombras de la noche. Yo estaba seguro de aquel
individuo estaba por allí merodeando. O creo que era la paranoia de algún psicotrópico
actuando por mí. No lo sé, Pero ahí estaba el oscuro simiesco acechándome.
Al intentar perderlo fui serpenteando
por las calles, hasta que me encontré de frente con una anónima mujer. Bueno,
no tan anónima. Inconscientemente, sabía que la había visto antes. Su cara
alargada me era muy familiar.
Ella me sonrió y como un
acto-reflejo, respondí con una sonrisa. Ella me habló, pero no entendí nada de
lo que me decía. Sus palabras viajaban muy rápido. Sus palabras eran balas, las
cuales dejaban a mi dopado cerebro desarmado.
Ella nuevamente me sonrió, me
tomó de la mano y me llevo por las nocturnas calles periféricas de Santiago.
Las calles todavía seguían esponjosas.
Cada paso que daba, sentía como mi humanidad rebotaba en el cemento, que ya a
estas alturas era una mohosa esponja grisácea.
En un momento en las que saltaba
como un conejo feliz en la calle, me vi repentinamente teletransportado a una
estrecha pieza muy claustrofóbica. A momentos, pensaba seriamente que los dos
no podríamos estar dentro de esa caja tan mínima de espacio, sin que colapsaran
sus paredes.
Además de ser tan pequeña esa
maldita caja de fósforos, la pieza era muy calurosa, demasiado. A ratos sentía
que estábamos en alguna chabola del ejército Sandinista, perdida en las húmedas
selvas salvadoreñas.
Para no morir asado ahí, me saqué
la ropa. Cuando subí la mirada y vi a mi anónima compañera de andanzas, ella ya
estaba desnuda. Como estúpido le sonreí, ella observo tal acto de torpea y rió
sutilmente.
Mordiéndose el labio, se abalanzó
sobre mí, como una fiera. Yo me veía asustado e indefenso, como un niño perdido
en un supermercado.
En ciertas ocasiones pensaba que
no era una mujer, sino en realidad era un Súcubo. El cual en cada chupón y beso
con el que me comía, me succionaba la poca vida que me iba quedando a esas
horas de la noche. Luego de varios minutos succionándome la vida, se dio
vuelta, quedando así yo de frente a su vulva. Mi Súcubo quería pasar a las
ligas mayores. Al ver semejante escena, mi dopado cerebro comenzó a reaccionar
y le gusto.
A duras penas levante mis manos y
las pose sobre ella. Pareció agradarle a este movimiento al Súcubo, ya que se movió
como una serpiente, es decir, como la vil serpiente que es este maldito ser.
Cuando me dispuse a lamerle, me
percate de un espeluznante detalle. La bastarda serpiente no tenía clítoris. En
donde vería encontrarse su clítoris, ella tenía un sucio y amarillento ojo, el
cual furiosamente me observaba. Esa inquisidora y humeda mirada me perturbaron
demasiado. Temeroso por lo sucedido y por mi integridad física, comencé a
palpar los alrededores del ojo. Esto pareció no agradarle al ojo, mientras tanto
al súcubo esta acción, le agrado bastante, se cuerpo se contorsionaba con mucha
mayor violencia que antes.
Cada movimiento que yo ejecutaba,
hacía que el amarillento ojo se inyectara más de sangre y rabia. Para
incrementar más el odio de esa iracunda mirada, no se me ocurrió nada mejor que
tocarlo directamente. El pestañaba rábicamente, mientras que el súcubo se
encontraba en un éxtasis contorsionista.
Cuando me aburrí de molestarlo,
con mis manos me dirigí cuidadosamente a su cavidad vaginal, y me adentré en
esa cueva. Quería verificar que allí no hubiera dientes.
Lo último que quería en esos
momentos era que esa extraña criatura que infernalmente me observaba y deseaba
mi muerte, me mordiera.
Al tocar y asegurarme que no
existieran dientes, un gran alivio bajo desde mi cabeza hasta mis pies. Al no
encontrarse con dentadura, la mirada de mi vaginal amigo, cambió. Del profundo
odio que proyectaba, paso a una miraba de gran tristeza y comenzó a llorar. Un
espeso pus de color amarillo comenzó a bajar desde su lagrimal hasta las nalgas
del Súcubo.
Pocas veces he sentido empatía
con algún ser con vida. Esa miraba me causo esa empatía perdida por los años, y
sentí como la tristeza salía de la jaula de mi pecho. Recordé lo insignificante
y miserable que somos todos