Dicen que los lobos no se devoran entre
sí.
Tengo muy pocos conocimientos personales
sobre las costumbres de tales bestias como para permitirme creer que este dicho
es menos idiota que la mayoría de los dichos.
Si, por casualidad, fuese exacto, para
nosotros no probaría más que una cosa: que entre los hombres y los lobos hay,
amen de las disparidades zoológicas, una fenomenal diferencia de apetitos.
Es probable, y hasta seguro, que la
civilización, tan maravillosamente favorable al desarrollo de nuestros más
salvajes instintos, haya destruido en nosotros los escrúpulos que nuestra
ferocidad acaso tenía en común, en mejores tiempos, con la de los lobos.
Ya no nos hallamos, ay, en la antropofagia
vulgar; aquella que se contenta precisamente con degollar, trinchar, cocinar y
digerir carne humana. Tales procedimientos simplistas han quedado relegados a
ciertas latitudes tropicales, en las cuales, aunque al parecer cada vez menos,
siguen aplicándose.
En nuestro caso, en los buenos países
privilegiados, donde el progreso se ha abierto paso, nos devoramos con una
glotonería tanto menos escrupulosa cuanto que podemos cocinarnos de mil fáciles
maneras, por no decir de lo más agradables.
Pero, naturalmente y como en las demás
manifestaciones del ya mentado progreso, es el obrero, el proletario, el que
marcha siempre a la cabeza. Soberanos, financieros y burgueses no desdeñan
devorarse entre sí. Sin embargo, sea porque un gusto poco glotón por una
alimentación que están expuestos a proveer una vez se han servido de ella, sea
porque comerse al pueblo tiene para ellos un mayor atractivo, es éste el
régimen alimentario por el que los susodichos, casi de manera general, muestran
su preferencia.
El proletario, por su parte, carece de
tales remilgos. Se gusta con todas las salsas y, bien o mal sazonado, joven o
viejo, tierno o correoso, macho o hembra, se devora con un apetito que es
prácticamente además el único testimonio creciente de estima del que dispone.
Id a la ciudad o al campo, entrad en la
fábrica, en el taller, en la oficina, en cualquier lugar, en fin, en el que los
pobres forzados trabajan obstinadamente para engrosar la fortuna de un amo
cualquiera, en todos lados constataréis que, tras el ardiente deseo de
conquistar y mantener la estima del patrón, el sentimiento más extendido es el
encarnizamiento en la lucha contra los compañeros de trabajo o de miseria.
¿De verdad está el proletario orgulloso de
su esclavitud? ¿Feliz con su mezquindad? A saber. En todo caso, el obrero se
muestra más y más ferozmente celoso de cualquiera que, en su mismo rango,
condenado a la misma cadena, intenté romper las ataduras y ganar algo de
bienestar o libertad.
¿Que hay alguno que rehúsa alojarse en un
barrio sucio o en un apestoso cuartel? ¿Que prefiere ropas buenas o hermosas de
su elección a los uniformes de trabajo? ¿Que material e intelectualmente eleva
sus deseos, refina sus gustos? ¿Que sobre todo, en fin, procura liberarse de
toda dominación patronal para trabajar solo y a voluntad? Inmediatamente, casi
desde cualquier parte entre las filas de sus hermanos, se alza un grito de
furioso odio.
¿Que hay otro, al contrario, que,
queriendo protestar por otros medios contra la labor impuesta o dar testimonio
de su asco por la vida doméstica, se refugia en la privación de todo para no
trabajar, y se condena a las noches sin techo, a los días sin alimento, a las
intemperies sin ropa? Contra ese que escapa por una carretera en sentido
opuesto sus propios compañeros de cadena lanza furiosamente el mismo grito.
No es cosa, en suma, para el obrero, de
buscar un principio de libertad o de tomar un adelanto de felicidad ni en el
trabajo libre ni en la franca ociosidad; ni en lo mejor ni en lo peor. Debe
quedarse donde está; en la fila, bajo la mirada y la mano del amo, dócil,
pacientemente, como los camaradas… ¡y no dárselas de listo!
De buena gana podría uno imaginarse
todavía que la servidumbre aceptada, el trabajo asalariado admitido, el común
yugo soportado sin respuesta; que el obrero, en fin, en tales condiciones
encuentra entre sus semejantes una cierta simpatía, una mayor solidaridad, una
compensación más o menos grata a su parte consentida de miseria.
¡Ingenua suposición!
Los trabajadores son inmisericordes no
sólo con quien deserta de sus filas para elevarse o apartarse, para gozar o
para sufrir, sino sobre todo con quien pena y se mantiene entre ellos.
¿Tienen el amo o el capataz necesidad de
guardia, de vigilancia, de policía, de defensa contra uno o varios de sus
esclavos? Nueve de cada diez veces, no encontrarán guardianes más fieles,
vigilantes más activos, agentes más celosos, defensores más ardientes que los
propios compañeros de esos desgraciados.
Se denuncian cada día, además con razón,
aunque por ciento muy poco violentamente, a la administración y a la compañía
que cesan a los empleados, a los patrones que despiden, a los propietarios que
desalojan, a los enriquecidos que marginan.
Las canalladas de tales bribones no
resultan atenuadas por la cobardía de aquellos que los sirven. Pero dicha
cobardía tampoco tiene excusa.
En ocasiones se oye decir que el
desgraciado amargado por su impotencia, el trabajador irritado por su continuo
e inútil esfuerzo, conciben malos pensamientos cuyos retorcidos caprichos pagan
sus semejantes, y no los amos, que se sitúan demasiado alto como para ser
alcanzados.
¡Se puede ir muy lejos con una teoría así!
Los trabajadores no se ayudan, se
perjudican incluso; es innegable. Al menos así ocurre en la práctica, lo que es
esencialmente grave.
Para defender una actitud tal, todas las
razones imaginadas son malas.
Bajo el pretexto de la liberación, el
proletariado da en el momento actual un penoso ejemplo de su empecinamiento en
la servidumbre y de su feroz voluntad de mantener aprisionado en ella al mayor
número posible de sus propios hijos.
El proletariado se forja una cadena nueva
y más pesada, inventa para su uso personal una patronal más intratable, una
autoridad más tiránica que todo lo que se le había impuesto en el pasado.
El sindicato es, por el momento, la última
palabra de la imbecilidad y, a la vez, de la ferocidad proletaria.
Este nuevo sistema de degüello mutuo se
propaga por el mundo de los trabajadores. Y la complacencia de los poderes
públicos o privados al no oponerle más que resistencias hipócritas es de una
lógica perfecta.
Los sindicatos disciplinarán con mayor
fuerza que nunca a los ejércitos del Trabajo y los convertirán, por las buenas
o por las malas, en aun mejores guardianes del Capital.
En un reciente berreo electoral, un obrero
tipógrafo vino a proclamar, desde lo alto de una tribuna, que todos los obreros
no sindicados eran lo enemigos del proletariado, falsos hermanos con los cuales
no debía haber ningún miramiento ni piedad.
Y la multitud de los sindicados aplaudió
frenéticamente.
Los demás trabajadores pueden morirse de
hambre, de enfermedad, de miseria.
Los patrones o los compañeros que acudan
en su ayuda serán, por la misma razón, expuestos a la indignación pública.
El sindicato o la muerte.
Todavía no hemos llegado del todo a esto,
pero poco más o menos, en realidad. Y con poco que esta monstruosa ceguera se
agrave, la alternativa se impondrá sin remisión.
Es lo que faltaba, en verdad, para
completar la siniestra farsa de emancipación con la que se nos habría engañado
desde hace más de cien años.
Por otro lado, lo menos que puede uno
esperarse al decir hoy en día algo así es ser calificado de cretino en materia
de historia o de acémila en materia de economía social.
O bien dejarse devorar por el Capital o
bien devorarse entre ellos (y, por el momento, ambos se complementan); puede
preverse sin gran fatuidad hacia qué especie de liberación se encaminan los
proletarios.
¿Se decidirán a probar otra cosa?
[Traducción: Diego L. Sanromán]